Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
10.05.97
TRIBUNA
Turquía no es Irán ni Argelia. Nos lo recuerdan todos los
ciudadanos laicos de Turquía, su poderoso Ejército y sus intelectuales
europeístas. Observan desesperados cómo surgen entre los pobres generaciones de
creyentes fanatizados, predestinadas a perseguirlos y con vocación de
castigarlos con la muerte por no ser como ellos. Es cierto, en gran medida.
Aunque también en Argel y Orán se aseguraba -intelectuales, políticos,
comerciantes- que Argelia no era Irán. E incluso en Irán, antes de 1978, eran
muchos los que consideraban una pura gamberrada de la historia los
acontecimientos que llevaban a una serie de analistas extranjeros a augurar a
aquel gran país una amenaza islamista seria en pleno fervor modernizador bajo
el Sha. Y sin embargo, la efervescencia del islamismo militante en una inmensa
franja territorial que va desde la costa atlántica hasta las regiones
occidentales de China es un hecho que ya ha transformado profundamente el mundo
contemporáneo. Supone un riesgo para la modernidad en términos generales. Pero
también y ante todo para las sociedades libres y la suerte de todos y cada uno
de sus ciudadanos en particular.
Con todo el respeto que merece -como todas las religiones y
cultos- el islamismo como credo, la versión política de su mesianismo supone
inequívocamente una amenaza totalitaria. Como lo era el catolicismo medieval o
contrarreformista y el nacionalcatolicismo tan conocido y sufrido por estos
pagos.
Turquía sufre bajo la plaga de las inmensas contradicciones
que confluyen en aquel Estado a caballo entre dos continentes. Es un país con
vocación europea, instintos asiáticos y costumbres árabes. Es rehén de los
complejos de quien fue un gran imperio y dejó de serlo por un proceso de
descomposición interna. Su regeneración fue encabezada por un hombre genial e
insustituible, Kemal Atatürk, al que se jura aún oficialmente Fidelidad,
cuando se sabe perfectamente, en todas las instancias, en todos los lugares, con
su retrato omnipresente en Turquía, que su legado es ya tan obsoleto como las
arengas a sus tropas del gran visir Kara Mustafa en el asedio a Viena en 1683.
Las paradojas son muchas. La democracia turca ha abierto las
puertas del poder a una ideología -más que una fe- cuyo fin manifiesto es
abolir el sistema democrático. Su Ejército, con larga tradición golpista,
insinúa sin cesar que puede creerse obligado a dar un golpe militar para salvar
a la democracia civil de la amenaza religiosa.
La lucha de civilizaciones existe, creamos o no en
proyecciones apocalípticas de la misma. E igual que las democracias
occidentales tenían que defender a la sociedad abierta de mayoría islámica de
Bosnia frente a la agresión tribal y pararreligiosa de los serbios Karadzic y
Mladic, tienen que ayudar a desactivar la amenaza religiosa del fanatismo
islámico que pende sobre la república laica turca. Las democracias, o son
laicas o no son. Y ayudar a Turquía hoy no es advertir al Ejército de que no
debe embarcarse en una aventura, el golpe, en la que no se va a embarcar. Es
ayudar a los partidos democráticos a que se lancen a la aventura, no menos
difícil, de limpiar el aparato anacrónico y corrupto del Estado, que tan
vulnerable es a los chantajes del integrismo.
La población turca apuesta, en su inmensa mayoría, por la
sociedad abierta. El éxito de los islamistas se debe a la división de los
demócratas y a la putrefacción del aparato del Estado. Europa puede ayudar. No
prometiendo una integración a la UE, hoy imposible, sino ayudando a los
demócratas y marginando a islamistas y a quienes desde la corrupción los
ayudan. Es decir, a los que todavía mandan.
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