Por HERMANN TERTSCH
El País Lunes,
17.03.97
TRIBUNA: NUEVO FRENTE EN LOS BALCANES
Lo realmente sorprendente en Albania no es que centenares de
miles de sus ciudadanos se dejaran estafar tan ingenuamente por las inversiones
piramidales ni que reaccionaran con la virulencia con que lo hicieron. Ni
siquiera debiera sorprender tanto que hayan bastado unas semanas de protestas
para que el Estado se disolviera como ha hecho y se adueñara de todo el país el
caos, la anarquía y, sobre todo, la rabia. Lo realmente sorprendente es que todo
esto no sucediera antes y que durante casi siete años primara la impresión de
que Albania se hallaba en los cauces de una transición razonable y normalizada
hacia la democracia y hacia una sociedad medianamente homologable con las
europeas occidentales o, al menos, con las de otros países con pasado
comunista.
Estamos ante la implosión de un Estado frágil, deslegitimado
por la ideología que lo usurpó durante muchas décadas y totalmente desprovisto
del capital humano, político y económico para hacer frente a las demandas
mínimas de su población. Es fácil -y justo- atacar ahora a Sali Berisha y a su
Partido Democrático por portarse como mafiosos que han patrimonializado el
Estado y abusado del poder siempre que lo han creído necesario. Pero más
difícil es señalar, no ya a una formación política, a unos pocos líderes
políticos albaneses que no hubieran actuado de la misma forma.
Posiblemente con razón se quejaba Ismaïl Kadaré en estas
páginas de un cierto racismo antialbanés en la opinión pública europea. Pero,
lamentablemente, es cierto que la desolación moral y el asilvestramiento son
las características dominantes hoy en Albania y que no existe fuerza interna
capaz de hacerles frente con éxito. Y no va a surgir de la insurrección ahora
en marcha. Los líderes de la insurrección son tanto o más mafiosos, violentos,
ignorantes y encanallados que los policías y funcionarios de Berisha.
La pesadilla comunista albanesa, de una crueldad
difícilmente imaginable, ha causado tan inmensos daños a todos y cada uno de
los miembros adultos de aquella sociedad que pasarán muchos años y habrán de
llegar nuevas generaciones antes de que puedan medirse los acontecimientos allí
con el mismo baremo que en otros países de la región. Está profundamente herida
la identidad misma del albanés, que se siente un maldito despreciado por la
historia, por el mundo y por su propia suerte. Esto explica en parte la
violencia desatada contra todo.
Albania necesita por ello de valedores externos para
preservar su existencia. Y estos valedores difícilmente van a ser sus vecinos,
Serbia, Macedonia y Grecia, enemigos históricos y alguno de ellos con apetitos
territoriales larvados que la actual situación podría despertar. EE UU ha
tenido la oportunidad en los últimos años de hacerse con una presencia
permanente en el Adriático, establecer en el magnífico estuario de Valona una
base militar para el Mediterráneo oriental y fortalecer su influencia en el
único país de aquella costa en el que no existen prejuicios antiamericanos. Si
no la ha aprovechado es porque le falló garrafalmente el factor humano.
Europa puede hacer otro tanto. Pero tanto una como otro
deben ser plenamente conscientes de que será imprescindible su presencia
militar primero y policial después durante mucho tiempo. Y que la tarea de
construir -no hay nada que merezca ser reconstruido- requerirá muchos años de
gestión extranjera en Albania. Invertir en las actuales circunstancias es una
mera subvención a las diversas mafias regionales. Albania necesita ayuda
mientras no pueda ayudarse a sí misma. Si no gusta la fórmula del protectorado,
búsquese cualquier otra. Pero el actual suicidio de Albania como Estado amenaza
con crear un vacío repleto de armas y odios en esta región, cuyo explosivo
potencial para la seguridad europea no parece ya necesario subrayar.
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