Por HERMANN TERTSCH
El País Martes,
09.04.96
TRIBUNA
Borís Yeltsin tiene defectos. Es un notorio dipsómano, un
enfermo cardiovascular crónico y un gran fantoche en no pocas ocasiones. Pero
es también un virtuoso incuestionable cuando se trata de echar pulsos extremos
en los que se juega su existencia política. Tiene ese "instinto casi
genial para el poder" que le otorgaba recientemente la Nesaw¡simaia
Gazeta. Es muy probable que, de no mediar un desastre imprevisible, el
próximo en sufrir esta cualidad de Yeltsin sea el líder comunista Guennadi
Ziugánov en las elecciones presidenciales de junio. No será en estas líneas
donde se lamente el fracaso del bolchevique sin reciclaje que se ha erigido en
máximo rival de Yeltsin en la carrera electoral. Pero la amenaza política,
económica y moral que supone para Rusia una eventual victoria de Ziugánov no
puede hacer olvidar que Yeltsin comienza a ser también un peligro y no sólo
para Rusia, sino para la seguridad colectiva del continente. Porque una
victoria de Yeltsin se basará en gran parte en el secuestro por parte de éste
de la plataforma electoral tanto de Ziugánov como del ultranacionalista
Vladímir Zhirinovski. Y porque, lejos ya de suponer una mera estrategia
electoral más, hechos clave en la política de Yeltsin de los últimos tiempos
demuestran que estamos ante un giro fundamental en su política. Como tantas
veces en la historia de Rusia, la pugna entre los conceptos occidentalista y
asiático en la política de Moscú se está zanjando a favor del segundo.
En Occidente, mientras, ciertos líderes se atropellan
mutuamente por acudir los primeros a Moscú a ayudar a Yeltsin a renovar su
mandato. Al presidente que casi diariamente los amenaza si defienden las
soberanías de los Estados de Europa central y su derecho a integrarse en la
Alianza Atlántica. Al que condena una resolución del Parlamento ruso (Duma) que
denuncia la disolución de la URSS pero que se dedica por su cuenta a la
reconstrucción de un poder ruso sobre las antiguas repúblicas soviéticas con
todos los métodos de persuasión a su alcance. Incluidas las revueltas contra
los nuevos Estados de ciertos sectores de sus respectivos aparatos o de
minorías étnicas, alentados los unos y las otras por Moscú.
Kohl y Clinton especialmente parecen comprender que
Bielorrusia, Kirgizia y Kazajstán tengan todo el derecho del mundo
para asociarse -sin consultar a su población- a Rusia en lo que no es sino un
prolegómeno de anexión. Y Polonia, la República Checa y Hungría no lo tienen
-según Rusia- para unirse a la OTAN, una alianza defensiva de Estados libres,
mediante referéndum. Yeltsin y su ministro de Exteriores, halcón y ex jefe de
espionaje, Yevgeni Primákov, advierten que, en tal caso, Rusia se rearmaría
hasta los dientes y se cerniría sobre el continente una nueva era de miedo e
incertidumbre. No parece todo ello un lenguaje muy amistoso ni coherente con
las continuas solicitudes de ayuda financiera y cooperación económica. Pero ni
siquiera las continuas y sistemáticas matanzas de civiles en Chechenia parecen
inducir a los líderes occidentales a comprender que Yeltsin no es una
reencarnación sobredimensionada de María Goretti. La autoridad moral y la
credibilidad de Rusia para hacer recomendaciones a los Estados centroeuropeos
sobre la fórmula de garantizar su seguridad y soberanía están en
autoliquidación prácticamente consumada.
Por eso, Occidente debería convencerse rápidamente de que el
ingreso de dichos Estados en la OTAN es imprescindible e inaplazable. Es
probable que traiga consigo una fase de gélidas relaciones con Moscú. Pero nada
garantiza que dejar a las democracias centroeuropeas a disposición de vetos y
amenazas de Rusia nos evite tal era de tensiones. Que sea más o menos corta
depende de la capacidad de Occidente de persuadir al Kremlin de que las buenas
relaciones son de interés común, pero las malas tienen un gran damnificado que
no es otro que la propia Rusia.
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