Por HERMANN TERTSCH
El País Domingo,
21.04.96
TRIBUNA
Los alemanes son genocidas y antisemitas por vocación o
Constitución y -allá por los años treinta- sólo esperaban a que surgiera un
Adolfo Hitler para dedicarse a su máximo deseo: matar judíos. Un joven
historiador de la Universidad de Harvard, Daniel Goldhagen, cosecha actualmente
un éxito editorial arrollador en Estados Unidos con esta tesis. Su libro Willing
executioners (Celosos verdugos) acumula tanta virulencia en la tesis de la
culpa colectiva del pueblo alemán que Hitler, Goebbels, Eichmann y Mengele
acaban siendo meros ejecutores de la voluntad popular y líderes perfectamente
intercambiables con cualquier compatriota. Los asesinos, los inductores, los
cómplices, los colaboradores cobardes, los ciudadanos no valientes, e incluso
los que sí lo fueron y se erigieron en resistentes al nazismo, son para
Goldhagen tan sólo ejemplos de diferentes grados de implicación de una raza, la
alemana, en la liquidación de otra, la judía. El holocausto del pueblo judío en
la Alemania nazi es el mayor crimen de la historia de la humanidad y
cualitativamente distinto a todos los genocidios y matanzas que se produjeron
antes y después. Por muchos motivos. Y es también el trágico punto de inflexión
de la civilización moderna. Mucho se puede decir aún sobre esta sima de
crueldad y vileza en la historia. Pero no toda tesis radical y supuestamente
novedosa es inteligente ni cierta. Y puede, además, ser perversa.
Con su teoría sobre la culpabilidad colectiva alemana,
basada en los genes o la evolución cultural, biológica o ambiental, Goldhagen
acaba adhiriéndose al pensamiento de algunos personajes que no debieran gozar
de su simpatía. Porque tachar a los alemanes como esencialmente antisemitas es
como considerar a los judíos intrínsecamente usureros, a los gitanos ladrones
por mensaje genético o tachar a los esquimales de imbéciles. Es un prejuicio
racial. Tan racista como el antisemitismo.
Porque cierto es que muchos alemanes -quizá incluso la mayoría-
se dejaron convencer por la propaganda nazi de que los judíos eran una amenaza
para su pueblo. Pero también lo es que la propaganda cristiana convenció a
franceses, alemanes, polacos, eslovacos, húngaros, y por supuesto a los
españoles, de que los judíos habían matado a Cristo, envenenaban pozos y
celebraban rituales sacrificando a niños cristianos. Y que los pogromos desde
el medioevo se dieron en todo el mundo cristiano.
Y no menos cierto es que en muchos países ocupados por los
nazis durante la guerra la cooperación de parte de la población autóctona en el
exterminio de los judíos fue tanto o más celosa que la de la población alemana.
Y que gran parte de los verdugos eran colaboracionistas franceses o lituanos,
ucranios o croatas, belgas o rusos.
Hay momentos históricos que crean condiciones para atraer a
un proyecto, heroico o criminal, a masas que en otras circunstancias le
hubieran vuelto la espalda. Por ello es injusto, ahistórico y erróneo buscar
una culpa colectiva de un pueblo por muchos que sean sus miembros que hayan
podido participar en un crimen. Ni la nación serbia, ni la alemana, la rusa o
la ruandesa son responsables de lo que individuos pertenecientes a ellas hayan
podido hacer.
Pero lo peor del libro de Goldhagen no es que esté equivocado.
Sino que se equivoca a propósito para generar una visión distorsionada de un
pueblo, para provocar en beneficio de sus tesis -y las ventas de su libro-
odios o recelos contra toda una nación. Estos libros con manto intelectual, de
este joven o de revisionistas parafascistas, hacen más daño que los panfletos
de las bandas neonazis. Porque siembran odio, generan prejuicios, dinamitan la
confianza y la convivencia. Como Goebbels. Estamos en una época en la que
vuelve la moda de criminalizar a naciones u opciones políticas. Es grave que
suceda en los Balcanes o Chechenia. Es trágico que se practique en Harvard.
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