Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
04.10.97
TRIBUNA
Pocas opiniones colectivas resultan mas aburridas que ese
antiamericanismo cañí que aqueja en España por igual a izquierda y derecha. Es
un síndrome que desencadenó la catástrofe del Acorazado Cervera, que se agrava
con el aislamiento tras la Guerra Civil, el abrazo de Eisenhower a Franco y el
prestigio de los comunistas españoles -lógicamente antiyanquis- antes de que
Julio Anguita se pusiera al mando del tenderete de la liberación obrera y
campesina en comunión con Álvarez Cascos. Tenemos nostálgicos de aquel supuesto
poderío hispánico muerto a traición por una banda de miserables capitalistas,
en un crimen que nos aprestamos a conmemorar. Y tenemos a nuestros inefables
antiimperialistas que mandan asnos solidarios a La Habana para reconfortar a
los cubanos que, insisten, no necesitan democracia porque son intrínsecamente
felices en el heroico castrismo, tan hospitalario él cuando se va a la isla de
visita. A ellos les da igual la política de Estados Unidos porque siempre la
entenderán como la quinta esencia de la perversión.
Pero no hace falta pertenecer a ninguna de estas grandes
corrientes de opinión carpetovetónicas para sentir desasosiego por la creciente
torpeza, la falta de respeto a los intereses de sus socios y la prepotencia
chusca de que hace gala la administración de Bill Clinton en su política
exterior. En España, en Europa y en otras regiones del mundo.
Estaba claro que el cambio generacional que supuso la llegada
de Clinton a la Casa Blanca implicaba una merma en la sensibilidad de
Washington hacia las grandes cuestiones europeas. Bush había luchado en una
guerra en la que Estados Unidos volvió a unir sus fuerzas con aquellos europeos
que luchaban contra la barbarie que había emponzoñado el continente.
Clinton percibe Europa como un joven nacido de un estado
pobre y sureño de Estados Unidos que pasó por Gran Bretaña con el único interés
de acumular méritos en su carrera hacia una relevancia política, tan relativa
ella, en el remoto y provinciano Arkansas. Todo lo demás vino después y, como
suele decirse, sin estudio ni previa meditación.
No era desde luego un buen punto de partida para una visión
cosmopolita y, sobre todo, para una comprensión de identidades e idiosincrasias
del viejo continente. Por supuesto, Clinton no es Jesse Helms, ese irreductible
chauvinista que hace más daño a su propio país con su arrogancia que a los
obsesivos objetos de su odio. Pero tampoco es Jefferson. Ni Roosevelt. La
introspección de una gran potencia es lógica. Los demás cuentan menos a sus
ojos. Pero cuando cae en la tentación de considerarse de forma irreversible la
única fuerza global, puede acabar asumiendo esta receta perfecta para acumular
hostilidades en su contra. Eso es mala política. Por fuerte que se sienta
quien la hace.
Las leyes Helms-Burton y D'Amato, las amenazas a la compañía
francesa Total, los intentos de imponer a los aliados todos los costos de la
ampliación de la OTAN y en general el tono actual de la diplomacia
norteamericana sugieren que Clinton y su administración han olvidado que el
mundo es más complejo que los pulsos de poder en Little Rock. Hay amigos que,
si son sistemáticamente despreciados y maltratados, dejan de serlo. La lealtad
entre aliados tiene que ser mutua si debe ser consistente. Y la seguridad de
todos, también de EE UU, depende de que ésta funcione.
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