Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
18.10.97
TRIBUNA
El primer ministro húngaro, Gyula Horn es un hombre
tranquilo. En su momento fue extraordinariamente valiente. Ha hecho historia.
Este hombre callado ha sido uno de los protagonistas del cambio en el destino
de Europa a finales del siglo XX. Horn forma parte, con Juan Pablo II, Mijail
Gorbachov, Helmut Kohl y Ronald Reagan -ese hombre que hoy se consume en
discreto silencio y gran dignidad bajo el mal de Alzheimer que él mismo
anunció- de ese pequeño grupo de grandes hombres que hicieron acabar este siglo
como nadie hubiera pensado. Bajo amenazas de Berlín Oriental y, aunque más
suaves pero siempre más temibles, de Moscú, Horn se atrevió en agosto de 1989 a
romper el llamado telón de acero y dio el impulso definitivo a la
liquidación de aquella pesadilla política, social, histórica y moral que fue el
socialismo real, también llamado imperio soviético. El día que Horn le dijo a
Erich Honecker que se podía indignar y subir por las paredes de la sede del
Comité Central en Berlín, pero que todo ello no evitaría que Hungría permitiera
de inmediato a miles de alemanes orientales pasar libremente a Austria, estaba
echada la suerte de todos los regímenes de la mentira histórica del marxismo-
leninismo. Horn fue un comunista lo suficientemente honrado e inteligente para
reconocer que la basura intelectual en la que había crecido ya no tenía la
fuerza suficiente para sostener estructuras de poder. Entre los líderes
comunistas de Europa central y oriental sólo el general polaco Wojciech
Jaruzelski demostró igual dignidad y coraje.
Hace unas semanas, Horn se volvió a encontrar ante una
situación que tuvo que recordarle los peores momentos de la miseria política de
los años del comunismo triunfante. Se había reunido con su homólogo vecino, el
primer ministro eslovaco, Vladimir Meciar, en la ciudad húngara occidental de
Gyor. Dos hombres de muy diversa catadura. Se trataba de negociar cuestiones
bilaterales entre dos países que tienen una larga frontera común y comparten el
Danubio como una arteria para comercio y tráfico en el centro de Europa.
Pero Meciar tenía planes más importantes. Horn no podía dar
crédito a lo que oía. El primer ministro de Eslovaquia le estaba proponiendo,
absolutamente en serio, un intercambio de población que equivalía a la
deportación forzosa de los 600.000 húngaros que viven en Eslovaquia. Meciar
decía estar dispuesto a acoger a eslovacos y otros eslavos de Hungría.
La propuesta de Meciar revela ante todo la catástrofe política
que para Eslovaquia significa que este ex boxeador fascistoide y populista siga
en el poder casi diez años después de comenzar la transición democrática en la
región. Desde que los rumanos se deshicieron de la farsa del continuismo
poscomunista de Ion Iliescu, Meciar en Eslovaquia, Milosevic en la Yugoslavia
serbia y Lukashenko en Bielorrusia son los únicos grandes ejemplos de la
involución en la Europa poscomunista. La limpieza étnica, a tiros o negociada
como quería ahora Meciar, es un rasgo definitorio del carácter de estos
regímenes en los que un aparato del pasado régimen se ha montado una máquina de
ganar elecciones reprimiendo toda disidencia y fomenta el tribalismo como motor
de cohesión. Eslovaquia bajo Meciar ha conseguido convertirse en paria de la
nueva Europa. Convendría que tanto Meciar como Lukashenko comenzaran a sentir
con mayor contundencia el desprecio y la condena a su política por parte de las
democracias. Horn, indignado, le recomendó a Meciar que se olvidara de ideas de
ese tipo. Todos los demás europeos deberían ayudar a Horn a convencer a Meciar
que no es que se le recomiende que no se dedique a deportaciones hitleriano-estalinistas. Es que se le prohíbe. Que desafiar las normas de convivencia
civilizada tiene un precio. Y que sería muy alto.
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