Por HERMANN TERTSCH
El País Jueves,
30.10.97
TRIBUNA
La sociedad mediática en la que vivimos es grotescamente
manirrota con el halago. Personajes anecdóticos, irrelevantes o simplemente
ridículos son elevados a los altares de la omnipresencia en televisión, radio y
prensa, sin que nadie pueda adivinar méritos que justifiquen tanta lisonja.
Tontilocos de la llamada jet, bufones que se dicen periodistas de
la prensa del corazón y guapitas semianalfabetas sentencian,
adoctrinan y aconsejan como si fueran Cicerón. Por el contrario, personas de
gran mérito y de largas trayectorias de acción, estudio, reflexión, valentía y
dignidad son ignoradas o ninguneadas por la estulticia y la arrogancia de los
manipuladores del éxito. Nada tiene que ver ya la fama con el prestigio. Es
más, suelen ser inversamente proporcionales. En España hay muchos ejemplos de
este desprecio a la seriedad. Lo son los catedráticos que no acuden a cócteles,
saraos ni programas con modelos y curas impostores, los científicos y
escritores que trabajan con rigor y discreción, y los pensadores, políticos y
funcionarios que se dedican a lo suyo, libres de ansias de popularidad. Es éste
un país injusto a la hora de otorgar dignidades y respeto. No es el único. Pero
sí de los que más.
Un caso paradigmático de trato injusto por parte de gran
parte de los medios es el otorgado aquí, en España -y no sólo aquí-, a Otto de
Habsburgo. El primogénito del último emperador de Austria-Hungría ha llegado a
ser calificado de fascista, golpista y ultrarreaccionario por tanto ignorante,
tanto obtuso y tanto incapaz de percibir las cualidades humanas más allá del
diminuto corral de su propia ideología. Por supuesto, Otto nunca ha sido nada
de eso. Igual que proliferan entre ciertos monárquicos la ñoñería y el
esnobismo bobo, muchos intelectuales parecen considerar que reconocer la valía,
el coraje y el conocimiento de esta gran figura europea del siglo XX es algo
así como traicionar a su republicanismo y equivale poco menos que a hacerse sospechoso
de nostalgias imperiales. Allá cada uno con sus miserias intelectuales.
Otto de Habsburgo, que pasó parte de sus primeros años en el
exilio aquí, en España, sobre todo en la villa vizcaína de Lekeitio, ha sido
durante casi siete décadas un luchador incorruptible por las libertades. Y un
gran realista en el mejor sentido; un hombre que nunca traicionó a sus
principios y supo hacer política, ese arte de lo posible, en las más difíciles
condiciones. Por las libertades de austriacos, alemanes y los demás pueblos de
Europa se enfrentó desde un principio a Hitler, cuando casas reales no
derrocadas coqueteaban o colaboraban con el fascismo y Gobiernos democráticos
como el de Chamberlain hacían otro tanto. No había cumplido aún treinta años
cuando Hitler lo calificó como su peor enemigo político.
Con la misma decisión se enfrentó después a Stalin y a los
regímenes comunistas que éste instauró en Europa. Tampoco esto se lo han
perdonado esos intelectuales que en su día aplaudieron los acuerdos entre
Hitler y Stalin y guardaron silencio mientras estos dos grandes asesinos del
siglo se repartían Polonia. Otto salvó de una muerte segura a millares de
judíos, demócratas o meros patriotas de los países ocupados por uno u otro
tirano. Y sigue hoy, octogenario, alertando a las conciencias contra el peligro
que supone la indefensión que inevitablemente producen la mediocridad y el
pensamiento débil tan en boga. Hoy, este hombre que se liberó joven de la
nostalgia, renunció a toda reivindicación dinástica y ha luchado incansable por
las libertades de los europeos, recibe un homenaje en Madrid con la
presentación de una excelente biografía suya, escrita por Ramón
Pérez-Maura (Del Imperio a la Unión Europea). Es un testimonio de la
valentía, la perspicacia política y la humanidad de Otto de Habsburgo, un
hombre que nos recuerda el pasado como lección para el presente y el futuro.
Es, además, el de hoy, un acto de estricta justicia. Nada menos que eso. En los
tiempos que corren.
No hay comentarios:
Publicar un comentario