Por HERMANN TERTSCH
El País Viernes,
07.11.97
TRIBUNA
Se ha ido otro de los grandes lúcidos de este siglo. Isaiah
Berlin, uno de los lujos del pensamiento que nos donó el alma hoy ya casi
extinta del judaísmo de Europa Oriental y Rusia, ha muerto, anciano, satisfecho
y reconocido, en Gran Bretaña, su patria de adopción, de los pocos países de
este mundo que suele saber honrar con justicia a los individuos extraordinarios
que con tanta frecuencia han tenido que buscar allí refugio. Isaiah Berlin ha
sido un hombre de brillante reflexión, de inmensa cultura y de una bondad
apabullante que, sin embargo, nunca estaba exenta de escepticismo que aplicaba
siempre con elegancia. Desde sus inmejorables análisis de los grandes pensadores
rusos hasta sus irónicos comentarios sobre la vida política contemporánea o los
chascarrillos sobre su propia existencia, la presencia en este mundo de Isaiah
Berlin fue una magnífica combinación de inteligencia y generosidad, de
profundidad y humor, de humildad y desafío.
En Oxford hizo historia en el sentido más riguroso del
término. Sus ensayos sobre el pensamiento europeo en general, y ruso en
particular, son disecciones fascinantes del alma humana, descripciones sin
igual de los abismos del espíritu y de la pugna eterna entre la razón y la
emoción.
Un hombre libre
Ante tanto idiota de presencia prolija en cenáculos
culturales y mediáticos que se dice liberal y no busca sino la liquidación del
que no piensa como él y tanto vasallo del favor que apaña pensamientos y
conducta a la oportunidad, Berlin era sobre todo un hombre libre. Había mirado
hacia el interior de otros grandes hombres y había hecho ese inmenso ejercicio
de inteligencia y amor que es querer entender a quien no es uno mismo. Había
sentido la pasión ajena y con ella había percibido la virtud de la mesura y la
ternura.
Por todo ello, Berlin era un hombre de bien perfectamente
inmune al odio pero muy consciente de los horrores que los hombres pueden
infligirse entre sí y que en este siglo han alcanzado sus más tenebrosas cimas.
Por ello hablaba, como el vienés y también británico por adopción, Karl Popper,
de la salubridad de lo imperfecto y de la emoción de las mejoras que el hombre
emprende en su vida y sociedad sin dejarse llevar por la simpleza del ideal.
Porque era un testigo lúcido de los monstruos que surgen de la ambición de
alcanzar la totalidad.
Con la muerte de este brillante longevo, el mundo pierde a
uno de los últimos hombres que han acompañado casi por completo, con increíble
presencia de ánimo y capacidad de reflexión, el transcurrir de este cruel
siglo. Y pierde además una inmensa reserva de memoria de las claves culturales
y los mecanismos del espíritu en Europa. Somos, al morir Isaiah Berlin, una vez
más, un poco más pobres.
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