Por HERMANN TERTSCH
El País Domingo,
09.11.97
TRIBUNA
Hay ideologías y regímenes irreformables por su perversión
intrínseca. La única forma de dotarlos de humanidad y decencia está en su
abolición. Es lo que muchas veces ha sucedido bajo el manto de la reforma o la
apariencia de la evolución. Lo mismo pasa con ciertos líderes políticos
corruptos, con dictadores y demás sátrapas. La única forma de que puedan
acceder a ciertas cualidades humanas como el respeto al prójimo, la capacidad
de compasión y miedo al dolor ajeno o el compromiso con cierta veracidad está
en su derrota definitiva y sin paliativos, en el fracaso absoluto de todas sus
ambiciones. Es decir, cuando estas cualidades ya no afectan a quienes sufrieron
la previa inexistencia de las mismas. La historia de este siglo ha estado,
lamentablemente, sobrada de ejemplos. El único momento en que el mundo pudo ver
un gesto de humanidad a Nicolae Ceausescu fue cuando, junto a su mujer,
entendió que iba a ser ejecutado. Y hasta Mobutu tuvo probablemente tiempo
antes de morir en Rabat para recordar su trayectoria. Seguramente tuvo momentos
de arrepentimiento. Pero mientras creen controlar los efectos de sus fechorías,
estos personajes son inasequibles a cualquier reconocimiento de su culpa,
admisión de sus errores y revisión de los efectos de sus caprichos y
canalladas.
Sadam Husein es hoy, por supuesto, uno de los perfectos
exponentes de esta forma de asumir y aplicar el poder para supuesta mayor
gloria del líder y su vanidad, y para máxima desgracia de su pueblo, expuesto a
sus arbitrariedades, a su despotismo y a las consecuencias generales de una
política en esencia criminal. El dictador iraquí no sabe sino mentir, reprimir
y matar. La comunidad internacional ya lo sabía cuando le otorgó la
supervivencia política después de la guerra. Había un sinfín de
consideraciones, desde el problema kurdo a la amenaza de una supremacía
regional de Irán, que aconsejaron entonces que las tropas internacionales no
llegaran a Bagdad y se llevaran preso, como a un vulgar Noriega, a Sadam
Husein.
Tiempo ha habido para lamentarlo. Porque desde entonces
Sadam no ha dejado pasar oportunidad alguna para socavar los acuerdos que le
fueron impuestos después de la guerra y continuar sus intentos de hacerse con
armas de destrucción masiva que los dictados que se le hicieron tras su derrota
intentaban impedir.
Ahora, Sadam Husein se ha propuesto echar un pulso al
Consejo de Seguridad de la ONU porque cree poder provocar una división en el
mismo ante el dilema de volver a utilizar o no las armas en este conflicto.
Dicha división se debe, ante todo, al bloqueo impuesto a Irak desde el final de
la guerra y que, de hecho, está teniendo consecuencias catastróficas para la
población. El hijo de Sadam, herido en atentado, tuvo en su tratamiento
problemas derivados de la falta de medicación. Pero los iraquíes, sobre todo
los niños, mueren diariamente por estas carencias.
El embargo a Irak fue impuesto para debilitar a Sadam Husein
y fomentar la contestación a su régimen. Y ha fracasado rotundamente. No ha
ayudado a derrocar al dictador, ha dividido al frente internacional movilizado
contra este canalla de uniforme y ha causado un ingente número de víctimas en
la población y un sufrimiento inenarrable. Los iraquíes se han visto condenados
a soportar a Sadam y las terribles privaciones que el embargo les impone.
El bloqueo a Irak es inútil. Pero, además, es inmoral. Y es
hora, por tanto, de abandonar esta política que sólo acosa al inocente. Si hay que
derrocar a Sadam, y todo indica que hay que hacerlo, atáquesele ya,
directamente, a él y a su banda de forajidos uniformados. Él sólo puede mejorar
cuando haya sido depuesto. E Irak también.
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