Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
15.11.97
TRIBUNA
La República Checa, Hungría y Polonia ultiman ahora los
respectivos procedimientos para formalizar su integración en la Alianza
Atlántica. En los tres países la población es mayoritariamente favorable a tal
medida. Y por buenas razones. Los adversarios de la ampliación de la OTAN están
en su mayoría en Occidente, en países cómodamente instalados bajo el paraguas
de estabilidad de esta organización que, con sus defectos, es la alianza
político-militar de mayor éxito de la historia. Las sociedades que han salido
hace pocos años del largo túnel de malos tratos que fue la hegemonía soviética
tienen una muy lógica necesidad de seguridad y de garantías de que no van a
volver al pasado. En la OTAN ven al único garante de tal seguridad. Quien
piense que los países de Europa central y oriental están perfectamente seguros
fuera de la OTAN deberían echar una ojeada a lo que ha sucedido en los últimos
tres años en Bielorrusia.
Allí, y ante la indiferencia de la comunidad internacional,
se ha perpetrado la más completa e implacable involución hacia el
totalitarismo. Es el mejor ejemplo para demostrar que los avances de la
democracia en la región no son irreversibles. Es cierto que el comunismo está
muerto -aunque algunos en España no se hayan enterado. Pero también es cierto
que son muchas las formas que pueden adoptar la dictadura y el oscurantismo.
Bielorrusia, con sus diez millones de habitantes y frontera
común con cinco países que están sumidos en mayor o menor grado en profundas
reformas, ha conseguido algo tan difícil como marchar en sentido contrario a
todos ellos. Y su presidente, Alexandr Lukashenko no tiene ningún problema en
reconocer su originalidad. Ya poco después de ser elegido en 1994 se destapó
como un admirador del orden, la disciplina y la efectividad que Adolfo Hitler
había logrado imponer en Alemania en su día. Durante los últimos tres años ha
demostrado que realmente está decidido a seguir el ejemplo de su admirado austríaco.
Cuenta el polaco Adam Michnik, una de las grandes cabezas y
conciencias vivas de Europa, que Lukashenko ha logrado hacer en Minsk lo que
todo fascista o comunista irredento ha soñado hacer en la región desde la caída
del Muro de Berlín y la disolución del Pacto de Varsovia y la Unión Soviética.
No sólo ha parado el reloj, sino que después lo ha puesto en marcha hacia
atrás. Y los derechos humanos y civiles de los bielorrusos pueden ser hoy
incluso menores que en la época de Breznev. En Minsk la policía secreta da muy
contundentes palizas a los periodistas independientes, vigila a todo sospechoso
de actividades de oposición e intimida a los observadores extranjeros.
Lukashenko es un hombre práctico, como lo pueda ser el
serbio Slobodan Milosevic, el otro líder involucionista de éxito del
continente. El régimen no se molesta, al menos por el momento, en abolir
oficialmente las elecciones. Pero sí aplica sin escrúpulo todos los medios a su
alcance, es decir todos los existentes, para que la oposición sea poco más que
una agrupación de intelectuales valientes. El resto de la población sabe quién
manda y sabe lo que éste es capaz de hacer para seguir haciéndolo. El año
pasado Lukashenko disolvió el Parlamento y organizó un referéndum en el que,
según aseguró, casi un 95% del electorado le otorgó poderes poco menos que
absolutos. Quien dudó del resultado tuvo serios problemas con la policía.
Lukashenko es una vergüenza para Europa. Como lo es
Milosevic. Y los países vecinos de Bielorrusia -ante todo Rusia-, pero no sólo
ellos, deberían tomar medidas para debilitar a gobernantes tan depravados. Y
acabar con una pesadilla para la población de aquel país y una amenaza para las
democracias de la región, aún inestables.
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