Por HERMANN TERTSCH
El País Domingo,
30.11.97
TRIBUNA
Los esforzados por la corrección política, esa nueva moda
tan anodina como agresiva de nuestros tiempos, son en general gente triste,
poco original y en ocasiones incluso muy limitada. En el Reino Unido quieren
prohibir ahora la caza con perros. Nos dejarán sin las preciosas imágenes de
las jaurías que durante siglos han saltado los muros en los preciosos campos de
la más bonita Inglaterra. Y como suele pasar, todos estos encantadores
bienintencionados del mundo rico y biempensante, de los personajes urbanos que
tienen que dedicar su ocio a rescatar la ética de quienes no quieren ser
rescatados, van a salvar a cinco zorros y tres gamos y condenarán a muerte a
miles de perros de caza que viven precisamente de eso, de cazar, lo que ahora
les van a impedir. Por amor.
Como, si no cazan, sobran, pronto tendremos a todos estos
perros, que tienen un alma al menos equiparable a la de la mofeta o el zorro y
una sensibilidad ecologista similar, abandonados en las carreteras, ahorcados
por sus dueños o formando grupitos de perros asilvestrados muy gamberros y
dedicados a matar ovejas o reses que, por cierto, tampoco tienen ninguna culpa
de que los urbanitas bienintencionados se hayan lanzado a dar la lata.
Pero no hace falta ser un defensor a ultranza de la caza del
zorro para aborrecer estas imposiciones de las almas más sensibles y obedientes
de las modas al uso. Porque los fieles a lo que sea surgen por doquier. Unos
condenan a muerte a los españolistas en ETA y HB. Otros defienden la ablación
en los países islámicos. Otros condenan a todo cubano que se empeñó en quedarse
en la isla o no pudo salir y, por tanto, no entró en la gloriosa senda del
exilio. Y hay quien piensa que todo es cuestión de tener fe en los efectos
curativos de una doctrina que adivinan tras los actos de Cánovas del Castillo.
Cada uno con su peonza. Hasta ahí, todo perfecto. Los mitos
y creencias son tan libres como el miedo. Lo malo es esa maldita tendencia a
imponérselo a quienes no han caído en la cuenta ni tiene intención de
ello. Quienes no juegan como quieren nuestros pensadores dominantes suelen verse
defenestrados por los jefes del juego, y muchas veces no sólo en sentido
metafórico. Y todo ello se ve agravado dramáticamente por el hecho de que los
que disienten con más fuerza de estas tonterías tan militantemente defendidas
son otros fanatiquillos de la orilla contraria.
En los últimos años, coincidiendo con la caída de los
regímenes más botarates, y por ello más canallas a la hora de imponer
conductas, se ha extendido en los países ricos, en Estados Unidos en
particular, una dichosa manía de querer salvar vidas contra la voluntad de los
afectados. Surgen generaciones dispuestas a forzarnos a costumbres probablemente
muy saludables, pero en todo caso no deseadas por los que no quieren bailar con
la cortesía del nuevo mundo homologado.
Joseph Roth, aquel melancólico y tierno austro-húngaro, se
bebió un lago de absenta en París para dinamitarse el hígado. Ninguno de sus
amigos fue tan ordinario como para robarle las botellas y salvarle la vida unos
días. Aún guardaban las formas, lejos de la añorada Viena.
Hoy no hay tanta elegancia como en aquella Francia que
esperaba la invasión alemana con una mezcla de temor y coquetona ansiedad. Hoy,
en la política internacional y en las relaciones humanas, parece haber un
terrorífico miedo a destacar. Conviene no levantarse el primero de las comidas,
no fumar en California y no decirle a nadie del PP que ciertas cosas en España
no van bien.
Hoy, aquí y en el Reino Unido, en todos los países donde
comer no es problema, hay gentes que nos quieren redimir. Es una lata. Más aún,
es una plaga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario