Por HERMANN TERTSCH
El País Lunes,
22.07.96
TRIBUNA
Existe en España una arraigada escuela de pensamiento -por
llamarlo de alguna forma- que considera a Estados Unidos culpable de todos los
males del mundo. Están los miembros de esta populosa secta convencidos de que
la CIA, el Pentágono, la Casa Blanca, el FBI, quizás también las policías
municipales de los 52 Estados, dedican diariamente a sus sesudos gabinetes de
mando a estudiar nuevos pasos de sus perversas estrategias para maltratar a los
pueblos indígenas, a los trabajadores del Viejo Mundo, a las naciones con
Estado o sin él, a ecologistas, osos panda y ballenas. Como suele suceder con
las obsesiones, nuestros creyentes sobrevaloran a su enemigo. Porque éste
-el yanqui, como dicen- no tiene tanta capacidad de conspiración. Y sus
supuestas víctimas le traen al pairo. No se acuerda de ellas apenas alguna vez
al año. Cuando más daño hace Estados Unidos en el mundo es cuando se lanza a
aventuras misioneras, ya sea por altruismo de alguno de sus presidentes o para
contentar a sus propios ciudadanos. Las buenas intenciones del presidente
Woodrow Wilson en las Conferencias de París tras la Primera Guerra Mundial
dejaron a Europa madura para el desastre de la Segunda. Hoy, más que sólidas
ideas sobre la salvación de los pueblos a través de la Pax Americana y los derechos
nacionales propuestos por aquel nefasto evangelista, lo que emana de Washington
son graves indicios de una política que es un híbrido de los sentimientos de
María Goretti y los ademanes de Ronald Reagan.
No hay que ser de la citada anteiglesia de Atapuerca del
"OTAN fuera, Fidel sí y Anguita por supuesto" para convencerse de que
la política exterior norteamericana está severamente intoxicada por intereses
particulares, confusión, improvisación y un preocupante grado de falta de
respeto a los aliados.
Y esto no debiera alegrar a nadie sensato. Porque la alianza
transatlántica es y seguirá siendo el principal eje de la seguridad de las
democracias y la sociedad libre y abierta ante retos futuros que muy
probablemente serán más difíciles de abordar que la amenaza que supuso el
comunismo soviético durante la guerra fría.
Empieza a ser un peligro para la alianza el desprecio por
los intereses y preocupaciones de sus aliados que muestra últimamente el
Congreso norteamericano. Y que es tolerado -al menos no combatido- por un
presidente Clinton tan falto de convicciones políticas y espina dorsal política
como virtuoso en el bote pronto del ventajismo provinciano. El
debilitamiento de la alianza transatlántica, ha supuesto desde 1948 el
principal riesgo para la seguridad de las democracias occidentales. Y lo ha
sido en mucho mayor medida que cualquier alarde de fuerza de sus enemigos,
fueran estos los redentores del proletariado en Europa central u oriental o
sátrapas diversos del Tercer Mundo.
Convendría que los aliados europeos explicaran a Clinton que
pueden acabar siendo permanentes y graves los daños a esta alianza -garantía de
los intereses de unos y otros- de una campaña electoral al gusto de todos en
Estados Unidos. Si alemanes, ingleses, franceses, daneses y españoles coinciden
en términos generales en que son abusos intolerables la ley Helms-Burton para
con Cuba, su ampliación al comercio con Libia e Irán o el matonismo practicado
con Colombia por el caso Samper, la parte contractual acusada, -es decir
Washington- debería reflexionar. El Atlántico es el más firme vínculo jamás
habido entre dos comunidades políticamente homologables pero cultural y
socialmente distintas. En beneficio de ambas. El eje militar ha de funcionar,
porque es vital para la seguridad común. Pero cada vez es mayor el peso de los
otros, el comercial, el del desarrollo tecnológico y el de los servicios. Y por
supuesto el del diálogo político. Pero ninguno de ellos puede subsistir sin
aquello que cimienta las relaciones entre aliados, amigos o socios. El respeto.
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