Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
31.07.96
TRIBUNA: LA AMENAZA TERRORISTA
No hubo -eso tan mal llamado- reivindicación de lo
que todo indica fue un atentado con bomba en el vuelo 800 de la TWA. Apenas
hubo una confusa llamada, al parecer de un norteamericano, anunciando la otra
bomba que ha conmovido e indignado a Estados Unidos, en Atlanta. Del atentado
de Lockerbie, pese a todas las sospechas y acusaciones contra agentes libios,
nadie sabe aún poco más que el número de víctimas y lugar del trágico suceso. E
incluso ETA mata ya, como ha pasado con el empresario Usabiaga, sin la
necesidad de esos testigos que los necios del terror consideran necesarios para
la multiplicación del efecto de su acción criminal. Está cambiando muy rápidamente
el mundo, sus problemas, sus enfermedades y angustias. Y cambia también la
conducta de quienes, guiados por psicopatologías individuales, ideologías
redentoras o depravaciones religiosas, quieren mostrar a este mundo problemas
reales o supuestos multiplicando las angustias de la población por medio del
dolor y del miedo. Entramos en una época en la que los motivos tribales o
ideológicos han de disputarse la capitalización del terror con los fantasmas
personales de gentes aisladas y cautivas de sus propios miedos, odios y
obsesiones.
La llamada reivindicación de un crimen ha sido la
piedra angular de todo terrorismo hasta hoy. Sin autoría, las muertes, daños y
conmoción social de un atentado quedaban vacíos de contenido. Todo atentado sin
nombre se convertía en un acto de alto riesgo para sus autores sin los
resultados apetecidos, sin el efecto deseado. Porque el botín del crimen no
solía ser otro que la propaganda para el grupo y su causa. Ya no. EE UU sufre
este nuevo fenómeno con perplejidad y miedo. Porque en las ciudades
norteamericanas se asume perfectamente que bandas rivales de delincuentes o
jóvenes adolescentes enajenados organicen baños de sangre los fines de semana.
Pero no que alguien quiera hacer daño -matar, herir, asustar- sin otro móvil
que propagar una sensación general de miedo y espanto entre la población. Y sin
siquiera intentar interpretar su intención y darle publicidad.
El tontiloco acusado de perpetrar el atentado de Oklahoma
parece haber creído realmente que volar un edificio y matar a 168 personas iba
a debilitar al Estado federal. El que así piensa es, además de un asesino, un
imbécil. Los encefalogramas planos, el del miliciano patriota de Oklahoma igual
que el de, por ejemplo, ese sanguinario payaso llamado Valentin Lasarte que
parece provocaba vergüenza hasta a los dirigentes de ETA, son bombas en sí
mismos.
Locos y tontos siempre han causado problemas. Y cometido
crímenes en muchos casos. Pero el recurso de individuos solos y enfermos a
paliar sus fantasmas personales mediante la carnicería es un creciente
fenómeno que nos debiera llevar a la reflexión. No reclaman autoría porque sólo
buscan poder reivindicarse ante sí mismos la tropelía cometida. Es
prácticamente imposible establecer con exactitud si el móvil de un terrorista
que actúa en países democráticos tiene más que ver con cierta patología
personal que con la intoxicación ideológica del terrorismo clásico. Igual que
proliferan los focos regionales de conflicto, proliferan los móviles para el
crimen indiscriminado. Y cada vez son más los casos en que nos hallamos ante
zonas de conflicto que se esconden en recovecos del cerebro o el alma de
hombres y mujeres comunes. Ocultos e inaccesibles. Inconquistables para
policías, ejércitos y Estados.
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