Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
07.06.97
TRIBUNA
Ya sabemos que España va bien. Pero otros países no tienen
tal suerte. Por eso es bueno hacer volar la imaginación de vez en cuando para
entender mejor lo que les sucede a Estados menos afortunados. Por ejemplo, a
Turquía. En este país que ha sufrido tres golpes de Estado en poco más de dos
décadas se está produciendo estos días un fenómeno muy curioso. Intelectuales
de izquierda, periodistas y políticos de todo el espectro democrático coquetean
con la posibilidad de un golpe militar que acabe de forma expeditiva con la
amenaza que en su opinión supone el islamismo militante. Este movimiento,
integrado hoy en el partido Refah del primer ministro Necmettin Erbakan, llegó
al poder con poco más del 20% de los votos, conseguidos en las elecciones del
25 de diciembre de 1995. Llegó al poder gracias a una constelación política muy
peculiar que se caracteriza por la fragmentación de izquierda y derecha,
enemistades personales entre los líderes que hacen imposible la unidad de
acción de partidos políticos ideológicamente idénticos y la absoluta necesidad
de la ex primer ministra Tansu Çiller de mantenerse en el Gobierno, en alianza
con quien fuera, para evitar a toda costa que una nueva mayoría ponga en marcha
una investigación sobre los inmensos y turbios negocios que mantiene junto a su
marido.
Gracias a este marco, el islamismo político se alió con
Çiller en julio del pasado año y llegó al poder en Turquía, una república que,
si bien muy lejana aun del estado de derecho, mantiene una democracia
pluralista. Nada importó que Çiller hubiera calificado como "el
diablo" y "enemigos de las libertades" a los islamistas. Tampoco
importó mucho que miembros destacados del partido islamista reiteraran y
reiteren que para ellos la democracia es solo un medio para conseguir una ley
islámica en la que, siendo todos buenos creyentes, no harán falta consultas
democráticas ni otras libertades. Al fin y al cabo para entonces todos los
turcos estarían de acuerdo en todo.
Ahora, imagínense por un momento que en España no tuvieramos
al mando a Aznar y al Opus Dei, sino a Ynestrillas y a Monseñor Léfèvbre. E
imagínense que todos los parados, todos los que se sienten mal pagados y todos
los que se consideran maltratados por el poder terrenal y las circunstancias en
nuestro país, mostraran cada vez mayor tendencia a votar a dichos señores. Y
que no dejaran de proclamar su profundo odio y resentimiento hacia la
Constitución democrática e insistieran en anunciar su firme voluntad de
vengarse cuando pudieran y de acabar con la democracia en cuanto tuvieran
ocasión.
Imaginen que esas masas de votantes detectan un puente
imaginario entre actitud electoral antidemocrática y la salvación post-mortem,
entre acabar con la manía de votar y elegir entre opciones libres y diversas y
el consuelo y la felicidad eterna en un entorno obligatoriamente piadoso. Y que
desde su nueva certeza religiosa se declaran dispuestos a acabar con quien
disiente de la fe auténtica.
Si en tal situación existiera una fuerza superior, no divina
sino muy terrenal y fuertemente armada, que intimidara a todos estos votantes
enemigos de la convivencia democrática y razonable, ¿le negarían ustedes
amables demócratas a dicha fuerza, es decir, a ese ejército, el derecho a
intervenir para acabar con la amenaza que los fanáticos quieren verter sobre su
vida, su familia y sus derechos? La tentación a pedir ayuda al uniformado es
grande. Y sin embargo muy peligrosa. Porque el ejército se podría creer realmente
que quieren que intervenga. Y porque una vez interviene sus víctimas naturales
serían todos aquellos que hoy le hacen guiños para que reprima a los enemigos
de la democracia. Si la amenaza para la democracia turca es tan fuerte, las
fuerzas democráticas y sus votantes, que son el 80% del electorado, tendrían
que ser capaces de unirse y vencer a sus adversarios en el terreno de la
política. Si no son capaces, quizás los mayores enemigos del sistema sean ellos
y la democracia, tal como existe, no merezca ser defendida.
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