Por HERMANN TERTSCH
El País, Estambul,
21.04.97
La connivencia entre política y mafia paraliza al Estado
turco ante el avance de los islamistas
La práctica de la tortura en las comisarías de Turquía es
sistemática y generalizada y la democracia turca no ha tenido nunca capacidad o
voluntad para poner coto a esta lacra que tanto perjudica a la imagen exterior
y la credibilidad de este Estado. Lo han denunciado organismos internacionales
y organizaciones no gubernamentales turcas y lo han reconocido miembros del
propio Gobierno turco, aunque siempre con matices. Los últimos gobiernos
turcos no han podido despachar ya estas denuncias como propaganda antiturca. Y
ha habido ministros, especialmente en el Gobierno anterior al actual de mayoría
islamista, que han reconocido que si algo perjudica a Turquía en sus
aspiraciones de integración en Europa no es la denuncia de las torturas sino su
existencia. Sin embargo, sí parece claro que el Gobierno y por extensión la
clase política turca se divide entre quienes tienen voluntad de impedir la
tortura pero carecen de poder para hacerlo y quienes podrían ejercer algún
poder efectivo para hacer frente a esta violación cotidiana de las leyes turcas
en comisarías pero temen enfrentarse a una policía a la que muchos de ellos
están unidos por un tupido entramado de intereses. Es así como las denuncias
contra la tortura, que con el caso Götkepe tienen por primera vez un amplio eco
en la sociedad turca, desembocan en un debate mucho más amplio -y peligroso
para ciertos sectores de la clase política- sobre la existencia de una inmensa
trama mafiosa en el Estado turco.
En ella están implicadas las direcciones de los partidos
tradicionales, la policía, las mafias del narcotráfico, del juego, el lavado de
dinero y de la industria del secuestro, y la ultraderecha, cuyo principal brazo
armado, los lobos grises, hacen de elemento integrador entre las
partes. Utilizando en gran parte la estructura civil de defensa, Gladio, creada
durante la guerra fría -cuya existencia desató un grave escándalo político en
Italia hace unos años-, este estado mafioso en el seno del Estado turco se ha
convertido en una inmensa y floreciente industria. Pero sus miembros y miles de
beneficiarios saben muy bien que su prosperidad depende de su cohesión interna
y que abandonar hoy a la policía en su lucha por el derecho a seguir torturando
impunemente puede suponer que mañana jefes de policía declaren lo que saben
sobre los métodos con los que se han creado impresionantes fortunas en los
últimos años, entre ellas la de la ex primera ministra Tansu Çiller, hoy
ministra de Asuntos Exteriores y dirigente del partido minoritario en la
coalición con los islamistas de Erbakan.
Los negocios de Çiller y su marido son, para muchos políticos
y observadores consultados en Estambul y Ankara, la clave para entender por qué
Çiller ha hecho posible este Gobierno que está claramente en conflicto con las
alianzas internacionales y los intereses generales de Turquía en su integración
en Occidente. La mayoría parlamentaria de islamistas y del partido de Çiller ha
puesto fin sin mayores problemas a las comisiones de investigación sobre la
corrupción de la ministra y su marido.
Çiller ha reconocido en varias ocasiones la existencia
generalizada de tortura y ha llegado a pedir a la policía que se deshaga de su
instrumental de tortura, existente en todas las comisarías. Nadie cree sin
embargo que Çiller, ni antes en la jefatura del Gobierno ni hoy como
viceprimera ministra, vaya a ir más allá, ya que es ella la que más tiene que
temer que se rompa la referida solidaridad o ley del silencio en el seno del
Estado.
La policía turca fundamenta su posición de fuerza en la
sociedad ante todo en el miedo al terrorismo. En el seno del Estado se ha
convertido ya en una fuerza autónoma gracias a su protagonismo en esta red
formada por las fuerzas especiales antiterroristas, el narcotráfico, la
corrupción política y la extrema derecha.
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