Por HERMANN TERTSCH
El País Martes,
18.07.95
TRIBUNA
Dos grandes polacos -Wojciech Jaruzelski y Adam Michnik,
ambos ya historia europea- estuvieron en San Sebastián la pasada semana para
hablar del futuro del continente. En la Universidad del País Vasco demostraron
lo que diferencia a los hombres políticos que piensan en categorías históricas
de los chupacámaras que tanto abundan en Gobiernos y cancillerías
europeas y que se creen pagados para tranquilizar a sus electores trivializando
problemas para su mayor gloria electoral. Discrepan en mucho Jaruzelski y
Michnik. Pero coinciden en su diagnóstico de que los mayores peligros que
acechan a las democracias europeas radican menos en amenazas externas que en
actitudes propias. La más grave de todas está en la creciente falta de
consciencia sobre el valor de la sociedad libre que disfrutamos y las
instituciones que la protegen. Los demócratas parecen creer ya en que en esta
sociedad de bienestar que consideran un derecho adquirido nada merece
sacrificios personales ni colectivos. La inmensa mayoría apoya la democracia,
condena el racismo y el crimen. Pero piensan que los costes de la solidaridad y
la defensa de los principios de nuestros sistemas políticos y de vida deben
asumirlos otros, o "el Estado" o "la ONU". En suma,
cualquiera menos uno mismo.
En parte, este estado de ánimo se debe a la intoxicación
verbal e informativa inevitable en el debate político libre en esta sociedad
mediática. La estulticia, la maledicencia y la mala fe tienen tanto derecho a
la difusión como opiniones e informaciones honorables. Que todo esté permitido
ha llevado a muchos a asumir que todo tiene el mismo valor. La opinión de un
experto vale lo mismo que la de un tertuliano indocumentado y majadero. La
información es publicidad. La democracia, una dictadura silenciosa -en la que
todos gritan-. Los Pegamoides son Stravinski. La verdad, mentira. El dolor, un
suceso. Un hombre honesto, un pícaro poco avisado. Un criminal como su víctima.
Así las cosas, no debe extrañar que se glorifique al joven
insumiso frente al que en silencio se presta al servicio militar o sustitutorio
civil en beneficio de la sociedad. Se impone por tanto eso que Michnik llama
ahora el "pancerdismo". Sin principios, sin ideal que no sea vivir sin
sacrificio por causa alguna, se parte de la base de que "yo soy un cerdo,
tú eres un cerdo, todos somos unos cerdos". Nadie ni nada es mejor ni
peor. Todos son ladrones. Todos son iguales. Cómodo relativismo moral en la
granja.
Este fenómeno tan patente en sociedades como la polaca o la
española también se refleja en la comunidad internacional. Si no hay principios
que defender y se obedece a la ley del mínimo esfuerzo, hay varias conclusiones
inmediatas. La primera es que la solidaridad con la víctima de una agresión es
indeseable porque tiene un coste. La segunda, que no se necesita una defensa
común porque no hay intereses comunes en la porqueriza.
Y así llegamos a Bosnia. Los Gobiernos occidentales
aplicaron el pancerdismo a todos los contendientes para ignorar que
estamos ante una lucha de civilizaciones, entre un nuevo modelo de Estado
totalitario basado en el crimen y la tribu y el pluralismo multicultural y
ciudadano. Y sin embargo, el pancerdismo que han propugnado tantos,
desde lord Owen hasta el ministro Javier Solana, conlleva riesgos. Porque
ignora que existen fuerzas en la porqueriza -como las de Karadzic, ETA u otros
fanáticos del crimen- que no creen que todo sea lo mismo, saben lo que quieren
y asumen los costes de conseguirlo. Y si en Bosnia ya ha ocurrido, pronto este
desarme moral de las democracias occidentales nos puede obsequiar también a
nosotros con la sorpresa de que ese "vivir y dejar vivir" que hemos
convertido en "vivir y dejar matar", otros lo consumarán en un
"vivir y matar". Y las víctimas seremos nosotros, tan relativos. Y
entonces veremos más claras las diferencias entre verdugo y víctima. Pero será
demasiado tarde.
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