Por HERMANN TERTSCH
El País Lunes,
13.11.95
TRIBUNA
A Isaac Rabin lo estuvieron tachando de traidor y nazi
durante más de dos años en pancartas, manifestaciones televisivas de la
oposición derechista, pegatinas en los coches y panfletos de los colonos
ultraortodoxos. El sábado día 4, un estudiante acudió consecuente a cumplir con
la llamada de aquellas manifestaciones de odio. Un nazi entre judíos merece
morir. Y Rabin, un soldado dedicado toda su vida primero a crear y después a
defender el Estado de Israel, cayó bajo las balas del joven envenenado. Por
palabras. La historia está llena de precedentes. Sembrar odio, criminalizar,
despersonalizar o animalizar al adversario. Alguien recoje el mensaje para
hacer física la violencia verbal. Unas veces es un simple idiota; otras,
pueblos enteros. No es esto un alegato en favor del lenguaje políticamente
correcto aunque tenga éste sentido en los casos en que quita la carga de
agresión a términos y giros, viejos y nuevos. El consenso en la retórica civil
en Israel había quedado roto tras la firma del acuerdo de Washington. El
adversario político -Rabin a la cabeza- se había convertido en enemigo,
despojado de su condición judía, de su condición humana. Era "el enemigo
del pueblo" a ojos de los ultraortodoxos como Yigal.
Son muchos los países europeos en los que cualquier político
que ose romper un mínimo denominador común de respeto verbal al adversario
puede considerarse políticamente acabado. España no está hoy entre ellos. Después
de años de insólito respeto mutuo entre adversarios políticos durante la
transición, el insulto, la descalificación personal, la criminalización global
y la amenaza vuelven a ser recurso favorito de algunos políticos y celosa labor
bien remunerado de algún escribidor.
En Euskadi por supuesto. Allí todos están amenazados menos
aquellos que cumplen fielmente las consignas de los portavoces de quienes
matan, es decir, aquí sin desmesura ni eufemismos, de los asesinos de ETA. Pero
ellos jamás han pretendido participar en un debate político propiamente dicho.
Se han arrogado siempre el derecho al crimen. Por eso las amenazas y calumnias
de la mesa de Herri Batasuna o Jarra¡ a periodistas, políticos, empresarios
o bertsolaris insumisos no son sino parte de esa lógica de la
perversión del crimen que nada tiene que ver con el debate de ideas, ni
siquiera con la política en sí.
Más peligroso para la cohesión democrática son las
descalificaciones y exabruptos injuriosos convertidos en recurso literario
cotidiano de algunos políticos y periodistas. Desde el "Pujol enano, habla
en castellano" entonado frente a la calle de Génova tras la victoria del
PP en las elecciones europeas a los calificativos vertidos contra Ruiz
Gallardón -traidor, felón, miserable- por diversos columnistas, por cierto
algunos de ellos mucho más independientes de todo juicio que de sus diversas
fuentes de ingresos. Y pasando por las pintadas en Madrid de "Catalanes,
recordad Sarajevo". O "Calleja, Atutxa, estáis muertos". Las
palabras se van convirtiendo en algo peor que dardos. Primero en tuercas
contra la "policía asesina" lanzadas por obreros de los astilleros.
De la tuerca a la bala sólo hay un escalón en la ira, en el odio, en la
desesperación.
Los skin heads dan palizas -y en ocasiones matan-
a quienes tachan de maricones. Lectoras de diario con grapa tiran monedas al
presidente de la Generalitat catalana de visita en Madrid. Algún ulema de la
izquierda enarbola guerracivilismo y lucha de clases para taparse las miserias
de su inane discurso político parvulario. Cuidado con las palabras. En
Israel, en los Balcanes, labraron la tierra a regar con sangre. Sin la
voluntad de abstenernos del uso de algunas, puede que no esté lejos el día en
que alguien insospechado deje de usarlas para recurrir -como Yigal, como ETA- a
otras armas arrojadizas, éstas ya letales.
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