Por HERMANN TERTSCH
El País Lunes,
15.12.97
TRIBUNA
La cumbre de la UE reunida en Luxemburgo ha invitado a una
serie de países de Europa Central y Oriental y a Chipre a ingresar en el club
de los ricos. Turquía, que firmó nada menos que en 1963 un acuerdo de
asociación con la entonces CEE de seis miembros, que presentó su solicitud
oficial en 1987, se queda no ya en la puerta, sino cada vez más lejos de
ella. La irritación de Ankara es muy comprensible. Europa cada vez disimula menos
que, junto a los infinitos problemas del ingreso de este gran país en la UE,
existen muy considerables dosis de mala fe en el trato que la UE otorga a los
turcos.
Ahora Ankara ha mostrado esta irritación y su hartazgo
rechazando la propuesta de participar en una fantasmal Conferencia Europea que,
seamos sinceros, es poco más una fórmula para hacer creer a los turcos dos
veces al año que están donde en realidad ni están ni se les espera.
Más de treinta años lleva Turquía oyendo la letanía sobre
sus grandes posibilidades de ingresar en las organizaciones europeas en un
futuro. Son muchos en Turquía, pero también en Europa, que piensan que hubiera
sido mucho más honesto reconocer desde un principio que hay fuerzas europeas
que niegan por principio a los turcos el derecho a ingresar en el club.
Todos los trucos y subterfugios que se han utilizado para no
reconocer tal realidad sólo provocan frustración en la clase política y la
población turca. Y nadie debe excluir que algún día la fortísima vocación europea
del Estado turco y su sociedad pueda haberse evaporado y haber sido sustituida
por otros vínculos que convengan muy poco a los intereses europeos.
Hay muchos europeos que ven Turquía como un inmenso pueblo
campesino de Anatolia con policías y soldados extraídos de la película Expreso
de medianoche. Y hay algunos Estados, especialmente el griego, que han
sacado mucho rédito a esta imagen del vecino. Pero Turquía ha sido durante
siglos una gran potencia europea y que hoy Rumelia, la parte europea del país,
sea diminuta comparada con la inmensa Anatolia, se debe a avatares de la
historia generados por alianzas antiturcas.
Incluso los que consideren a Grecia un miembro ideal de la
UE, de comportamiento impecable, deberían reconocer que no es muy razonable que
sea Atenas quien dicte la política europea hacia Turquía. Una política que
debiera concentrarse en la seguridad y estabilidad en el continente y su
periferia no puede ser rehén de mitologías nacionalistas, agravios históricos y
paranoias balcánicas.
Turquía no se plantea hoy opciones geopolíticas que no sean
el proyecto europeo. Pero eso no quiere decir que no tenga dichas opciones.
Porque puede dar algún día la espalda a los valores occidentales. Las
generaciones kemalistas siguen en el poder. El mandato del fundador
del Estado, Mustafá Kemal, Atatürk, era uno de modernidad y de europeísmo. Pero
no se puede vapulear sistemáticamente a un Estado como Turquía sin
consecuencias. Ni presentar conflictos de intereses como el de Chipre como un
pecado turco que nada tuvo que ver con la dictadura de los coroneles en Grecia.
Ankara tiene mucho que hacer. Ha de desmantelar ese Estado
dentro del Estado que se nutre de la corrupción, vive de la guerra contra los
kurdos y defiende sus intereses con la tortura y la violencia. Tiene que
construir un Estado de derecho que complemente a la democracia política. Muchos
avances se han hecho y la sociedad civil surge con fuerza y coraje. Pero todos
esos esfuerzos deberían recibir un poco más de apoyo de Europa, y no duchas de mezquindad
e ignorancia.
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