Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
30.08.97
TRIBUNA
El canciller alemán Helmut Kohl se halla en situación harto
complicada. Lo sabe ya todo el mundo, a pesar de que el excéntrico embajador
alemán en Madrid crea que es necesario ocultarlo. La coalición gubernamental de
cristianodemócratas (CDU), cristianosociales bávaros (CSU) y liberales (FDP)
pasa por su peor crisis desde que llegó al poder en 1982. Y puede ser la
definitiva. Todo parece indicar que cae en picado hacia el ocaso la estrella de
Kohl, que tanto ha brillado durante estos quince años y que llegó a su cenit
cuando consiguió de la URSS el visto bueno para la reunificación alemana, en un
éxito personal que sin duda le garantiza entrar en los libros de historia. Paradójicamente,
fue entonces cuando Kohl comenzó a sembrar de problemas su futuro. Su
entusiasmo unificador le llevó a imponer, contra todo consejo, el cambio
paritario entre el marco oriental y el DM. Entonces, corría el año 1990, el
encargado de santificar esta temeraria decisión política ajena a toda realidad
económica fue Theo Waigel, su ministro de Hacienda, presidente de los
cristianosociales bávaros, siempre leal él al canciller renano.
Siempre leal... hasta ahora. Waigel acaba de decir que está
harto del ministerio. Flaco favor a un canciller que intenta desesperadamente
recuperar confianza. Si su ministro de Hacienda quiere tirar la toalla, no es
difícil concluir que ni tiene soluciones ni esperanzas de que existan.
Hay quien dice que Waigel se ha visto arrastrado por la
melancolía. No es una broma ser hoy día ministro de Hacienda en Alemania, con
más de dos billones de marcos de déficit público, un paro superior a los cuatro
millones que un crecimiento previsto en el 2,5% no reduce, y un Parlamento temeroso
de las reacciones de una sociedad aferrada a derechos adquiridos y opuesta a
reformas imprescindibles. El Bundestag, los partidos, los sindicatos, los
gremios y otros grupos de intereses están logrando convertir Alemania en un
parque jurásico hiperregulado del que huyen la inversión, el empleo y el
sentido común. Se antoja imposible hacer cambios legales liberalizadores en
este país. Los intentos de realizar una reforma fiscal han fracasado. Es menos
que probable que así salgan bien las cosas.
No es de extrañar, por tanto, que Waigel esté aburrido. Y
busque tareas más gratificantes. Como, por ejemplo, la de ministro de Asuntos
Exteriores. Pero ese cargo lo ocupa el liberal Klaus Kinkel. Y no lo ostenta
por ser un genio de las relaciones internacionales, sino, exclusivamente, por
ser dirigente de los liberales (FDP), el tercer partido de la coalición. Tras
casi veinte años en manos de Hans Dietrich Genscher, y heredado después por
Kinkel, el Ministerio de Exteriores es algo así como propiedad de este pequeño
partido bisagra. Y no tiene intención el FDP de que esto cambie. Waigel parece
pensar que esto no es una realidad inamovible. Pero retocar el Gabinete en la
situación actual le tiene que dar miedo hasta al gigante renano.
Kohl se enfrenta, por tanto, a un panorama nada halagüeño.
Con las finanzas descontroladas, en pleno proceso de convergencia hacia la
unión monetaria, su ministro responsable de ordenarlas dice que prefiere
dedicarse a otra cosa. El Gobierno hace agua por todas partes y van quedando pocos
alemanes que crean que Kohl tiene soluciones para algo. Y la máxima obsesión
del canciller, el euro, puede estar cada vez más lejos, por mucho que lo
niegue. Según algunas informaciones, hasta él empieza a reconocerlo en
arrebatos de melancolía que debe haberle contagiado Waigel. Así las cosas, lo
único que podría salvar al renano de un desastre en las próximas elecciones
sería que el partido socialdemócrata (SPD) insistiera en el haraquiri, presentando
a Oskar Lafontaine como candidato a la cancillería.
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