Por HERMANN TERTSCH
El País Martes,
23.05.95
TRIBUNA
Ciertos políticos, periodistas e intelectuales -o híbridos
de estas especies tan locuaces- tienden a regañar a los electorados que
desobedecen sus recomendaciones. Pasa en todas partes, aunque en España
alcanzara cotas grotescas tras las últimas elecciones generales. Con la
abrumadora victoria de Menem en Argentina ha sucedido un poco lo mismo. Tanta
condena severa al implacable neoliberalismo del presidente argentino y de su ministro
de Economía, Cavallo, sólo ha servido para que lograran la victoria más rotunda
que podían soñar. Menem es un personaje fácil de criticar. Ya su aspecto suele
dar pie al chiste por mucho que, si se compara con el que lucía cuando llegó al
poder, casi parece ya Lord Byron. Y aunque ha moderado sus actitudes casi tanto
como la longitud de sus patillas, su desparpajo antiintelectual, sus excesos
verbales y ademanes autoritarios siguen produciendo un profundo rechazo en las
capas urbanas ilustradas. La insólita soberbia de Cavallo refuerza la antipatía
de dichos sectores hacia este tándem hoy indiscutido.
Y, sin embargo, la victoria de Menem es explicable,
comprensible y lógica. No tiene alternativa. El rival tradicional del
justicialismo de Menem, la Unión Cívica Radical está hundida y hay quien piensa
que para siempre. Pese a la ayuda electoral del propio Menem, cayó a mínimos
históricos. Profundamente dividido, está maniatado por el mensaje político y
económico antediluviano de un Alfonsín que sigue insistiendo en que él hizo
siempre todo bien y sólo se equivocan los demás.
La nueva fuerza emergente, el Frepaso de Octavio Bordón, ha
logrado hacerse con gran parte del voto de las clases medias de la UCR, pero su
campaña se tuvo que centrar en la ética y los derechos humanos mientras solo
podía apoyar a la política económica del Gobierno. Así las cosas y como ya dijo
Bertolt Brecht, "primero la zampa y después la moral". Y los
argentinos han rechazado las opciones voluntaristas, porque recuerdan que muchos
de los caminos del calvario que transitó esta zarandeada sociedad estaban
empedrados por buenas intenciones.
Por primera vez quizás en su historia han preferido una
opción de sacrificios seguros a otra de alivios milagrosos hipotéticos. Tres
traumas de su reciente historia han sido determinantes en la elección de volver
a someterse al moro y a su ducha fría económica. La hiperinflación
heredada de Alfonsín hacía desaparecer los sueldos apenas cobrados, y alcanzó
los cuatro dígitos, con su avasallador efecto sobre las clases pobres, la
amenaza de unos militares con vocación de secuestrar a su pueblo y el
aislamiento internacional, que alcanzó su máxima expresión durante la guerra y
la derrota en las Malvinas. Con Menem, la inflación ha bajado a niveles europeos
óptimos, en torno al 4%; los militares han sido despojados de todo
protagonismo, desprovistos de medios y del servicio militar obligatorio, y
convencidos de que, después de lo sucedido, la única forma que tienen de vivir
con un mínimo de dignidad es la de pasar inadvertidos. Y, finalmente, Menem
acabó con los flirteos con el tercermundismo y el Movimiento de No
Alineados y lanzó a Argentina a competir con Brasil por los favores de EE UU.
Fue el único país latinoamericano que combatió en el Golfo Pérsico, envió cascos
azules a varios conflictos y con el Mercosur ha abierto un mercado
regional que va en serio y ya cosecha resultados. Con Cavallo, ha estabilizado
la economía. Ha persuadido al FMI y a los empresarios nacionales y extranjeros
de que es la mejor opción imaginable. Y a las clases bajas, con peronismo
retórico y métodos tradicionales de captura de votos, las convenció
de que es la menos mala de las posibles.
Se verá si salen las cuentas. Y si cumple las promesas de
acabar con vicios como la dependencia judicial como cumple con la
privatización. Pero, pese a la ética y estética Menem, el voto de los
argentinos ha sido razonable. Su memoria colectiva sabe que podrían estar peor.
Mucho peor.
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