Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
18.10.95
TRIBUNA
Tenía que tener sangre carpetovetónica el más british de
todos los british que Great Britain ha dado, el héroe de los tories
antieuropeístas, el gentleman de apuesta figura, con atuendo propio de quien
puede remontar su árbol genealógico al 1066. Los Portillo no estaban allí, en
la batalla de Hastings, pero este hijo de un español emigrante aparece ahora
ante la convención conservadora como el guardián de las esencias británicas que
ni Gladstone, ni Churchill, ni Thatcher defendieron con tanta energía. Hay que
ser ibérico para ser abertzale de Albión. Cosas que pasan. También los
alemanes más incondicionalmente teutones suelen llamarse Kowalski. Y algunos de
los campeones en las heroicas batallas contra las perversas y españolistas
cabinas telefónicas del bulevar donostiarra tienen genealogía extremeña,
castellana o andaluza. Los apellidos, los orígenes y los aristocratismos, más o
menos improvisados como el de Portillo, nos debieran traer al pairo hoy en esta Europa del umbral del siglo XXI. Pero Portillo es un nacionalista que tiene
inmenso apego a esa identidad británica de profundo origen castellano.
Si algo tuvo el nacionalismo británico durante siglos que lo
hizo menos detestable que otros en boga en el continente fue el elegante
relativismo con que asumía las torpes pasiones que siempre genera esta simpleza
mental de creer que el hecho de ser de algún sitio le hace a uno mejor que los
nacidos en otros lares. Ser británico era considerado un privilegio, pero, por
otra parte, resultaba muy poco británico -incluso ordinario- andar pregonando
por ahí un hecho tan sobreentendido.
Cuatro siglos después de la catástrofe de nuestra Armada,
los españoles estamos a punto de vengarnos finalmente de todos los agravios de
que hemos sido víctimas por parte de la pérfida Albión, Gibraltar incluido.
Les enviamos discretamente a un español culto, Luis Gabriel Portillo, que
produjo a uno de los ingleses más histriones que la secular cultura política
británica ha tenido que soportar hasta la fecha. Y todavía nos vamos a reír
mucho con esos ademanes excesivos y ese rictus patético que revela de dónde le
viene la casta al señor Portillo. De esta piel de toro tan poco mesurada ella.
Un inglés muy castizo. Desde que se les hundió el imperio, los británicos han
sufrido un triste proceso de enclaustramiento que lentamente ha corroído
incluso su proverbial sentido del humor y su autocrítica. La amplitud de miras
que hizo de ellos una gran potencia, y un Estado sabio y respetado en el mundo
entero ha degenerado hacia un concepto del mundo de doña Clota con mascota.
Nosotros solos viviremos mejor, aquí, junto a la estufa en nuestra mercería.
Nuestra moneda, nuestro ejército y nuestro teckel de pelo duro son eso y sólo
eso: nuestros.
Portillo, el protobritánico de primera generación, es el
gran adalid de esta mentalidad. Ha llegado a la cúspide del Partido Conservador
y ambiciona más. No tiene 14 generaciones con título nobiliario ni castillo en
Escocia, pero sus alharacas patrióticas y aislacionistas parecen de película de
Berlanga. Y parece haberles inoculado a los otrora flemáticos británicos ese
espíritu tan hispano del "¡A mí, Sabino, que los arrollo!". Hay que
arrollar a los europeos, a esos que quieren arrebatar a los británicos incluso
Westminster y hacerlos meros súbditos de unos tiranos burócratas que odian las
esencias británicas que dice encarnar este hijo adoptivo de Cromwell.
"En el mundo hay tres letras que provocan un escalofrío
al enemigo: SAS [unidad de élite antiterrorista]. Son un mensaje claro para que nadie bromee con Gran Bretaña". Portillo aún cree que el resto del
mundo se ocupa mucho de Gran Bretaña. Como algún periodista en España cree que
el universo se ocupa fundamentalmente de él. Pues no. Poca gente, señor
Portillo, se tortura las meninges por la postura británica en esto o aquello.
Puede ser una pena. Pero se lo decimos desde un país que sabe desde el Siglo de
Oro lo que es ser mera periferia. Es una lata, pero la humildad también es un
grado.
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