Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
05.04.97
TRIBUNA
La ultraderecha francesa del Frente Nacional (FN) está de
enhorabuena. Sólidamente asentada en una fuerza electoral en torno al 15%, ha
cosechado considerables triunfos en la lucha política municipal y ya controla
algunas ciudades medias francesas. El pasado fin de semana, y bajo la batuta de
su líder, Jean-Marie le Pen, más de dos mil delegados del FN celebraron en
Estrasburgo estos éxitos, proclamaron a los cuatro vientos su optimismo
histórico ante el fin próximo de lo que denostan como el sistema y
expusieron, con vistas a las elecciones generales del año próximo, su programa
para solucionar todos los problemas de Francia. El programa es un cúmulo de
simplezas. Quienes basan su comprensión del mundo actual en cuatro torpes
tópicos no tienen soluciones, más sofisticadas. Una cosa es dar cobijo bajo
cuatro certezas accesibles a ciudadanos que soportan mal las frustraciones y la
confusión de los nuevos tiempos. Y otra muy distinta elaborar medidas viables
que puedan tener los efectos deseados. Basta una lectura superficial de los postulados del FN para convencerse de que son sencillamente inaplicables. Hoy y
en un futuro previsible, salvo catástrofe mundial o cósmica. Y no ya, porque lo
impidan las leyes, que pueden cambiar con el humor del electorado, los
resultados de los comicios y los parlamentos. Porque lo impide la realidad,
mucho más terca ella.
Fórmulas como "200 extranjeros por avión, seis aviones
por día y durante, siete años" para acabar con el problema de la
inmigración y el desempleo son majaderías que insultan a la inteligencia y sólo
sirven para una juerga mitinera. El FN es un peligro para la democracia. Pero
porque es la punta del iceberg de una sociedad confundida y con miedo que está
tentada a sacrificar principios como el respeto a la dignidad de la persona
sobre el altar de hipotéticas soluciones generales e inmediatas de sus males,
sociales e individuales. Sus seguidores tienen la misma añoranza de un mundo
sencillo y feliz de los nostálgicos del comunismo en Rusia, los
movimientos ultras de la Norteamérica profunda o cualquier secta
redentorista. Y las mismas posibilidades de aplicar con éxito sus grandes
planes de salvación. Es decir, ninguna.
Los éxitos de Le Pen causan lógica alarma entre los
demócrátas. Pero no pueden caer ni en la trampa de imitarlos adoptando su
mensaje, como le sucede con harta frecuencia, a la mayoría gubernamental,
francesa, ni en la de despreciar las inquietudes de quienes se ven seducidos
por la simplicidad del mensaje lepenista. En este sentido, es inútil y
contraproducente demonizar al FN como un movimiento fascista, por muchos fascistas que se sientan cómodos hoy día con Le Pen.
El ultraderechismo de Le Pen carece del factor militarista
que lo haría realmente fascista y además coherente con sus postulados. Pero,
además, la militarización de la sociedad francesa actual es imposible. Por
eso es el FN un movimiento obsoleto y su programa un sueño tonto de sus
partidarios y, una pesadilla, para los demás. Esto no significa que los
demócratas puedan estar tranquilos. Porque la tentación totalitaria existe, y
sin duda cristalizará en amenazas modernas y peligrosas en el próximo siglo.
Hay cuestiones, que los demócratas no pueden ignorar. Que no
pueden predicar cosmopolitismo y multiculturalidad mientras desmantelan las
redes sociales y se tercermundizan las ciudades. Que las leyes también las
de inmigración, por desgracia necesariamente duras deben aplicarse, que el
sentido común debe imponerse a muchos complejos ideológicos y que las minorías
también, tienen que respetar a la mayoría en caso de conflicto. Pueden
demostrar que la convivencia y la sociedad abierta son posibles. Y que la
auténtica quimera, absurda y obscena, está en los planes del FN. Los éxitos de
Le Pen son preocupantes. Pero los demócratas pueden hacerlos efímeros.
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