Por HERMANN TERTSCH
El País Viernes,
31.03.95
TRIBUNA
¡Qué peligro son los moralistas y bienintencionados
dispuestos a arreglarnos la vida, las almas sencillas empeñadas en dar fácil
solución a problemas políticos que emanan de la complejísima historia de este
continente! Píos e inadvertidos, sus simplificaciones no suelen sino complicar
los problemas. El ejemplo más nefasto de este siglo es posiblemente el
presidente norteamericano Woodrow Wilson, que, siempre movido por el fervor evangelista
y purísimas intenciones, hizo quizás más daño a Europa después de la Primera
Guerra Mundial que oleadas de invasiones de tribus tártaras durante el
medievo. Ahora, los republicanos norteamericanos -cargados también de
preocupación cristiana- quieren torpedear la visita de Clinton a Moscú para
celebrar el 50º aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial. Con la mejor
intención. Dirigidos por presbiterianos con tanto mal genio como ira sagrada,
creen que aguando la fiesta de Moscú ayudan a un pueblo, el checheno, de cuya
existencia se acaban de enterar. ¡Qué pena da si se recuerda a los grandes
profesionales de las relaciones internacionales que otrora tuvo ese partido!
Ahora, los intentos de hacer política exterior desde la más sacrosanta ignorancia
y la hiperideologización son dos características perfectamente unificadas en la
política con orejeras del Partido Republicano. Las consecuencias de tales
vicios suelen ser desastrosas.
Hace muy bien, por tanto, el presidente Clinton en no
hacerles ningún caso e ir a Moscú para la conmemoración del 50º aniversario del
final de la guerra. Y con Clinton deben acudir a Moscú todos los líderes
occidentales que sean invitados, incluidos Mitterrand y Major, por supuesto,
pero también el alemán Kohl. Porque quizás nunca han sido tan oportunos una
fecha y un encuentro para hacer política a partir del símbolo.
La fecha del 8 de mayo no sólo es el aniversario del final
de la Segunda Guerra Mundial. Es el momento de mayor gloria, cohesión y
confianza que ha vivido la nación rusa en este siglo. Aunque su líder fuera
Stalin y su Estado la URSS, varias generaciones de rusos aún vivas ven en
aquella victoria su más rica y costosa aportación a la civilización mundial. Y
consideran la alianza contra el nazismo alemán el momento de mayor integración
y presencia en el mundo de Rusia en toda su historia.
Dar un portazo a Yeltsin ahora sólo alimentaría al
nacionalismo ruso en su fatalismo cultural, antioccidentalismo y desprecio a la
sociedad abierta. A los chechenos se les ayuda desde Occidente con una posición
de firmeza ante Moscú y condicionando la cooperación política y económica a una
conducta acorde a los principios que ha prometido respetar. No se les ayuda con
un gesto de desprecio a una ceremonia que simboliza el principal vínculo de la
historia de Rusia con el mundo libre.
El 50º aniversario de la derrota del nazismo debe servir por
ello para un gran gesto de Occidente que demuestre a los rusos nuestro deseo de
un gran compromiso para luchar contra todas las formas de fascismo, racismo y
genocidio, ahora que estas perversiones políticas cobran fuerza en toda Europa
y especialmente en su patria. Y para ratificar la invitación a Rusia a
integrarse en el concierto de Estados civilizados y libres. Demostrando, con la
presencia en Moscú de los líderes de los antiguos aliados y de la nueva
Alemania, que la democracia y la renuncia al totalitarismo, la violencia y
apetitos imperiales no sólo es posible, sino también rentable. Yeltsin querra
capitalizar la cumbre en su beneficio. Lanzará propuestas demagógicas e
inútiles como la de liquidación total de las armas nucleares. No importa.
Políticos, estadistas y dipsómanos surgen y desaparecen. Pero en la memoria del
pueblo ruso puede cuajar y ser perenne la invitación de Occidente a la
movilización contra los enemigos de la libertad, ya sean militares,
salvapatrias o mafiosos. Y el testimonio de apoyo en esta causa.
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