Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
17.01.98
TRIBUNA
Los tiempos de malestar, tribulación o zozobra, san Ignacio
lo sabía, son malos para la toma de decisiones para gobernantes, poderosos,
hacendados o meros asalariados, ya en una azucarera o en la sección de
espionaje de un Ministerio del Interior. Especialmente si las decisiones deben
ser sabias, cautas y de largo aliento. Si nuestro querido canciller Helmut Kohl
acudiera más de lo que acostumbra a Azkoitia, preferentemente a La Salve de
agosto, tendría la capacidad de introspección necesaria para ignorar las
propuestas que le hacen algunos de sus más gallardos defensores de la ley y el
orden, sobre todo del orden. El santo guipuzcoano le hubiera aconsejado mejor
que todos esos petimetres en la cancillería que parecen empeñados en mostrar
poder de Estado y lo único que hacen es debilitarlo a los ojos de quienes deben
juzgarlo, los ciudadanos. La mayoría parlamentaria del Bundestag se apresta a
aprobar ahora, con apoyo de parte del Partido Socialdemócrata (SPD) -tiempo
tendrán de avergonzarse-, una ley dictada precisamente por la tribulación, por
la zozobra y por la más mísera falta de recursos. Y permitirá que las fuerzas
de seguridad intervengan las conversaciones, telefónicas o no, de periodistas,
médicos y, por lo demás, prácticamente todo hijo de vecino. Quedan tan sólo
excluidas las conversaciones bajo secreto de confesión -el pecado les
horroriza-, con abogados en ejercicio de sus funciones y con parlamentarios.
Realmente, Helmut Kohl, los democristianos, los liberales y
muchos socialdemócratas parecen haber llegado a la conclusión de que la lucha
contra el crimen pasa por saber con quién se acuesta cada periodista y con qué
frecuencia. Porque resulta rocambolesco pensar que, digamos un Mesrine (¿se
acuerdan de aquel gran delincuente, ladrón, atracador y asesino abatido por la
policía hace dos décadas?), se podría dedicar a llamarme a mí o a cualquier
colega alemán para consultarle detalles de la próxima desmembración de un
miembro de una mafia chechena rival en el negocio de los coches robados. O que
le pregunten al editor y director de Der Spiegel, Rudolf Augstein, si puede
ponerle una bomba lapa al jefe de los nuevos reyes de la distribución de la
cocaína en Berlín.
Es un sin sentido y una vergüenza. Sólo se explica con los
miedos que sufren los alemanes desde que el teutón cuerno de la abundancia que
Kohl prometiera durante la unificación se tornara en factura de vértigo,
sinsabor continuo y escasez cierta. Pero este dislate va más allá de los abusos
que se dan en muchos países en la lucha contra nuevos tipos de delincuencia.
Alemania simplemente no se puede permitir una ley que
permita espiar a sus ciudadanos por meras sospechas. Alemania no es Suiza ni
Andorra. Por mucho que algunos alemanes quieran hoy hacer tabula rasa. No puede
ser y además es imposible. Ya Franz Josef Strauss, aquel fornido bávaro, bruto
y genial, quedó liquidado definitivamente como político federal cuando intentó
liquidar a Der Spiegel cuando era ministro de Defensa. En Alemania, toda la
información, menos la propaganda nazi, es y debe seguir siendo sagrada. En el
sentido más estricto del término.
El abuso de un ministro británico o francés en contra de un
medio de prensa de su país es un abuso. Intolerable y punible. Pero cualquier
intento de políticos alemanes, además conchabados, de fabricarse instrumentos
legales para intimidar, coaccionar o vigilar a la prensa y a sus fuentes es
simplemente un escándalo. Helmut Kohl y su partido tienen dificultades y están
nerviosos. A los socialdemócratas les pasa otro tanto por otras razones. Que se
pongan de acuerdo en liquidar en Alemania la legislación laboral y fiscal más
triste, desfasada y absurda de Europa. Pero que sólo estén de acuerdo en una
ley para fisgar al ciudadano es más que deprimente. Es un escándalo.
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