Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
15.02.95
TRIBUNA
"Nuestros principios religiosos particulares sólo están
sometidos al juicio de Dios. Yo no pregunto a nadie por los suyos ni molesto a
nadie con los míos. No nos es dado en esta vida saber si los correctos son los
míos, los tuyos, los de nuestros amigos o los de nuestros enemigos". Muy
poco predicamento tienen estas palabras de Thomas Jefferson entre los
ciudadanos de este fin de siglo en el Estado que él ayudó a fundar. Hace ya
décadas que la televisión multiplicó de forma dramática la capacidad de
profetas, predicadores, agitadores y pícaros de sermonear a los
norteamericanos. Algunos han demostrado dotes para rescatar almas de las
turbulencias de este fin de siglo. Otros se han aventurado tanto en sus afanes
redentores que acabaron arrastrados por las llamadas de la carne de
feligresía. Sus éxitos y desgracias eran vistos por una gran mayoría de
norteamericanos como cuestiones particulares que sólo atañían a ellos y al dios
que cada uno dice representar. Sin embargo, ahora, cabalgando todos ellos en
mayor o menor medida sobre la ola de conservadurismo que ha llevado a los
republicanos a la mayoría en ambas cámaras del Congreso en Washington, los
predicadores ven llegada la hora de imponer sus creencias a los legisladores y
a la política del país en general. No hacía falta especial perspicacia para
entender que la inmensa mayoría de estos representantes del altísimo en la
tierra y sus organizaciones eximidas de impuestos son, además de excelentes
negocios para sus fundadores, grupos de presión ultraconservadores. Y su
capacidad de presión es hoy mayor que nunca con la mayoría republicana en la
Cámara de Representantes y el Senado.
La primera gran operación en esta nueva era de supremacía
religiosa sobre el poder civil que la derecha ultra quiere abrir en
Estados Unidos ya está en marcha. Se trata de la decapitación política del
candidato de Clinton a la dirección del Departamento de Salud en el Gobierno.
Henry Foster, un médico con gran prestigio entre sus colegas, es objeto de una
furiosa campaña de linchamiento verbal por haber realizado abortos en su
carrera como ginecólogo. Que el aborto es legal no parece ya argumento para
ninguna de las partes, incluido el presidente y quienes apoyan a su candidato,
que se han embarcado en una vergonzante defensa de Foster. En vez de defender
el principio del derecho al aborto, aseguraron primero que Foster sólo había
realizado seis abortos, para después ir aumentando la cifra hasta llegar, en algunos
casos, a 700.
Clinton ha demostrado ya un sorprendente virtuosismo en
defenestrar a sus hombres y mujeres de confianza. Después del esfuerzo
sobrehumano que parece costarle toda decisión, incluidas las personales, parece
estar siempre fácilmente dispuesto a retirar a su candidato a cualquier puesto
a poco que éste sea atacado por sus adversarios.
Por ello, tanto sus amigos como enemigos políticos creen ya
muy posible que deje finalmente caer a Foster y otorgue así una importantísima
victoria a los fundamentalistas religiosos. Porque el objetivo de éstos no es
Foster, sino la marginación y criminalización por la vía de los hechos de todos
aquellos médicos que practican abortos. Se trata del gran asalto para ganar
por medio del amedrentamiento la batalla contra el aborto legal que perdieron
ante la Corte Suprema de Estados Unidos. Cuentan con la colaboración de
republicanos duros como Helms y Gingrich y la sumisión de los más moderados
dependientes de sus electorados y donantes movilizados por los predicadores. Su
siguiente paso es la implantación de la obligatoriedad de la clase de religión
y la oración en las escuelas.
Hablan de culminar la revolución conservadora iniciada bajo
Ronald Reagan. En realidad amenazan con dinamitar el pilar de la democracia que
es la separación Iglesia-Estado. Convertir a los pecadores en delincuentes y
organizarse para la batalla final contra la herejía.
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