Por HERMANN TERTSCH
El País Lunes,
06.03.95
TRIBUNA
Se cumplen esta semana diez años de la llegada de Mijail
Gorbachov a la cúpula del Kremlin. Una década que ha cambiado el mundo. Y ha
transcurrido un lustro desde la caída del muro de Berlín. Es pronto para
explicar e incluso intuir muchos de los efectos del gran terremoto político y
cultural que tan bien simbolizan las imágenes del 9 de noviembre de 1989 y
cuyos primeros temblores se remontan a marzo de 1985. No sabemos qué va a pasar
en Europa en los próximos años, ni en los próximos meses siquiera. Estamos
abrumados ante la velocidad de los acontecimientos tras la parálisis de la
guerra fría. Sí podemos, sin embargo, descartar ya ciertos escenarios que se nos
ofrecieron con la caída del imperio soviético. Entre ellos, el del orden
armónico bajo la ley universal de la democracia y las leyes del mercado que
prometía, entre otros, Fukuyama con su ensayo sobre el fin de la historia. Son
varios los países, incluso regiones enteras, que están hoy más lejos de la
democracia que hace un lustro.
En los Balcanes, varios regímenes ultranacionalistas
autoritarios tienen ya la pureza racial, el mito histórico y la revancha
militar como razón de Estado. En las costas meridionales del Mediterráneo
pronto podríamos ver constituidas teocracias virulentamente antioccidentales.
Entre los regímenes laicos que se tambalean está alguna pieza clave de la
seguridad occidental.
Pero sobre todo está Rusia. Y tan evidente como la
frustración del sueño de redención capitalista de Fukuyama es la condena al
fracaso de la esperanza de generar en pocos años en Rusia un Estado y una
sociedad homologables con los existentes en Occidente. Rusia no será un Estado
liberal y de derecho en un futuro previsible. El voluntarismo de unos pocos
rusos y el apoyo cicatero o generoso del exterior no podrán impulsar a la
nación rusa al gran salto que sería necesario para recuperar en años o pocas
décadas un retraso de al menos dos siglos en su desarrollo político-social. No
puede ser y además es imposible.
Es ésta una certeza de gran parte de los círculos académicos
especializados en Rusia a la que los centros de poder en Occidente se muestran
absolutamente impermeables. Desde hace unos años, parece sólidamente instalado
en las capitales occidentales y ante todo en Washington y Bonn el dogma de pura
fe de que Rusia ha dejado de ser un peligro y está encauzada irreversiblemente
hacia una democracia que comparte sus intereses generales con Occidente.
En Washington coinciden la Casa Blanca y los republicanos en
que Rusia "no es problema". Una, por la política marcada por el
filorruso entusiasta de Yeltsin que es el vicesecretario de Estado, Strobe
Talbott. Los otros porque este argumento cimenta su tendencia aislacionista y
agiliza la retirada norteamericana de Europa. Y Bonn es el ejemplo más claro de cómo intentar solucionar un problema negando su existencia. Toda
formulación de los más que probables escenarios en que Rusia se convierta de
nuevo en una amenaza para sus vecinos es descalificada como producto de la
nostalgia de la guerra fría. Este tabú hace imposible la redefinición de
nuestra política de seguridad y de las respuestas posibles de la OTAN a
hipotéticas actuaciones de Moscú contra sus vecinos.
Rusia ha dejado ya de respetar los códigos de conducta que
había asumido. Desde los bombardeos de saturación contra los chechenos a las
amenazas a vecinos, incluida Finlandia, si osan utilizar su soberanía para
integrarse en la OTAN, ya bajo Yeltsin se ha restaurado el lenguaje y parte del modus operandi del pasado. Es más probable que esta tendencia se
intensifique a que decaiga. Y los humores antioccidentales aumentan en la Duma
y entre la población. Hay cuestiones que Occidente ha de formular aun a riesgo
de ofender al Kremlin. Todos deseamos que la Rusia de hoy no sea
Weimar. Pero a la vista de tantos indicios, es temerario excluir que lo sea.
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