Por HERMANN TERTSCH
El País, Madrid,
17.02.02
La política de Washington asusta a los países amigos casi
más que a los enemigos
Aliados tradicionales se sienten despreciados por una
arrogancia que los convierte en comparsas
Tras la tragedia del 11 de septiembre, los aliados de
Estados Unidos, pero también un sinfín de naciones enfrentadas a aquel país
desde hace décadas por motivos diversos, se apresuraron a proclamar su
solidaridad y su disposición a colaborar en la persecución de los culpables. La
megapotencia ha gozado del apoyo y la comprensión de la mayor parte del mundo.
Sin embargo, la vocación unilateralista de Washington y su abierto menosprecio
de opinión e intereses ajenos amenazan con romper puentes con amigos y
enemigos.
El palacio Cilagán es una joya arquitectónica otomana bañada
por las aguas del estrecho del Bósforo. Allí se topan Europa y Asia, allí
lucharon y convivieron cristianos, judíos y musulmanes con mucha mayor
violencia y pasión que en Toledo. Pero allí también se confirmó, mucho más que
en España, la inevitabilidad de la convivencia. Si ésta apenas era intuible en
los cruentos encuentros en el siglo XV, hoy es certeza. Sólo faltan las
fórmulas para este convivir de civilizaciones, pero también la confianza en que
la mayor potencia del mundo actual, que dicta civilización por doquier y tiene
más poder e influencia incluso que el Imperio Romano en su momento de mayor
esplendor, haga gestos de entender al 'otro', a aquellos que discrepan de una
línea que parece cada vez más despojada de dudas y por ello asusta tanto a
amigos deseosos de ser leales como a enemigos declarados.
En aquel impresionante edificio junto al Bósforo se reunió
por primera vez el Parlamento otomano, en 1907. Poco después, el recién
encumbrado Mustafá Kemal Atatürk, hizo allí lo nunca hecho. Rompió con una
civilización basada en el Corán y en la escritura árabe para imponer, por la
fuerza, el alfabeto latino a un país islámico y volcarse desde la dictadura a
una modernidad que pasaba por la secularización del Estado. Los métodos fueron
implacables, pero casi nueve décadas después, son muchos los que piensan que no
sólo fue un gran estadista sino también un visionario, producto de su tiempo,
pero lúcido perceptor de los problemas que el islam como ideología política
podía causar a los pueblos.
Decía Rudyard Kipling que 'el Oriente jamás podrá unirse a
Occidente'. En Estambul, hace unos días intentaron llevarle la contraria. Se
consiguió en gran medida. Pero ese éxito arroja enormes sombras sobre otro
encuentro tan capital para la seguridad de todo el mundo como el antes
referido. El choque de civilizaciones, esa terrible profecía autopropulsada,
puede ser neutralizada, se dijo en Estambul. Pero el abismo que se abre entre
aliados culturales que han formado la realidad de este siglo, es más profundo
que nunca, sostienen muchos, y la cooperación transatlántica entre Estados
Unidos y Europa, temen, se tambalea. Crecen las suspicacias mutuas, la desconfianza
y las dudas sobre lealtades. El mundo iba hacia la uniformidad, decían algunos,
tras la caída del imperio soviético hace casi tres lustros. Son cada vez más
los que argüyen que la superpotencia única que existe en el mundo, embriagada
por el poder, sumida en el rechazo a cualquier consejo y el menosprecio a
políticas de consenso, puede equivocarse fatalmente hasta crear situaciones
irreversibles.
Hace unos días, el palacio Cilagán volvía a ser un lugar de
encuentro para la historia. La Unión Europea, los países candidatos a entrar en
la misma y los miembros de la Organización de la Conferencia Islámica (OCI) se
reunían para hablar de Civilización y armonía: la dimensión política. Era
un foro sin precedentes. Y perfectamente oportuno para calibrar sensibilidades
europeas e islámicas ante la evolución de los acontecimientos desde el 11 de
septiembre.
La inmensa mayoría de los participantes, 70 delegaciones
nacionales y más de 60 ministros de Asuntos Exteriores, coincidían en que la
operación militar en Afganistán había sido un éxito. Pero exactamente los
mismos mostraban sin rubor su miedo a la dinámica adoptada por la
Administración del presidente Bush en la crisis y su nada disimulado pánico
ante la cada vez más evidente decisión de Washington de iniciar, antes de fin
de año, el derrocamiento del régimen de Sadam Hussein por la vía militar.
Washington estaba ausente en Estambul. También lo estuvo el
antiamericanismo. Ni los iraníes, calificados por Bush como miembros del 'eje
del mal' en su discurso sobre el estado de la nación, utilizaron retórica de
trinchera. Pero todos, y en primer lugar los aliados de EE UU, expresaron su
preocupación por la deriva solipsista de la Administración del presidente Bush.
Si el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Joschka
Fischer, dice, en unos términos sin precedentes, que Washington debiera saber
distinguir entre 'países aliados y países satélites' no hay duda de que la
relación transatlántica acumula tensiones muy peligrosas. Y si el antiguo jefe
de la Guardia de la Revolución iraní, Mohsen Rosie, dice que 'no debemos
negarnos a formar una coalición porque la dirijan los norteamericanos', está
claro que hubo en pasados meses la oportunidad de crear una base sólida de
cooperación internacional que la actitud de Estados Unidos parece estar echando
por la borda.
El antiamericanismo clásico es, como dice el historiador Dan
Diner, una especie de reflejo moderno del antisemitismo del siglo XIX. Es muy
fácil de echar la culpa de todos los males propios a alguien que es más rico o
más fuerte. El victimismo árabe de las últimas décadas se parece al que
fomentaba el zarismo ruso y al del régimen alemán en los años treinta del siglo
pasado. Achacar todos los problemas políticos, económicos y sociales de países
gobernados por Estados corruptos, incapaces, totalitarios y brutales como son
la mayoría de los islámicos a conspiraciones judeo-masónicas o a la perversidad
de la CIA es un recurso manido.
Pero el problema de relaciones públicas y de menguante
solidaridad emocional de autoridades y poblaciones en el mundo hacia EE UU no
está en aquellos que llevan décadas acumulando la percepción, real o falsa, de
afrentas. Está en aquellas sociedades que se han sentido siempre miembros de
una comunidad de valores atlánticos y hoy se consideran ignorados y
despreciados por una arrogancia del gran aliado que los convierte en meras
comparsas.
DE LA FOBIA AL MIEDO
A varios miles de kilómetros de la cumbre de la UE y la OCI
sobre la 'armonía entre civilizaciones' de Estambul, se ha generado un nuevo
movimiento con muy diferentes intenciones, el Proyecto para un Nuevo Siglo
Americano (PNAC), liderado por William Kristol. Su doctrina es simple: el
imperio de EE UU es real y los norteamericanos han de asumir un imperialismo
sin complejos. Su darwinismo político y militar sería una excentricidad si no
se percibieran tantas sinergias con la actual Administración de EE UU.
En Europa han saltado todas las alarmas desde que el
secretario de Estado, Colin Powell, se ha sumado a la retórica de
los halcones del Pentágono. Los antiamericanos vocacionales o
ideológicos son, como fenómeno pasional, una anécdota o problema social si es
colectivo. Fobia.
Pero el miedo y el desasosiego que genera ahora Washington
entre sus aliados es un fenómeno nuevo que lanza graves sombras sobre la
seguridad global.
Javier Solana, Ígor Ivanov, Colin Powell y Joschka Fischer
bromean en la reunión de ministros del G-8 en Roma en 2001. REUTERS