Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
18.11.2000
TRIBUNA: CUMBRE IBEROAMERICANA EN PANAMÁ
El anfitrión este año de la Cumbre Iberoamericana es Panamá.
Se trata de un bello gesto del conjunto de jefes de Estado y de Gobierno de los
países de habla hispana y portuguesa; los panameños ya tienen este año lo que
durante tanto tiempo anhelaron, la conquista completa de su soberanía. Todo el
mundo sabe dónde está el Canal de Panamá y para qué sirve. Pero pocos son
conscientes de la gran gesta de la ingeniería civil, del arrojo humano y la
capacidad de sufrimiento, en la construcción y la posesión de este río
artificial, que cambió el mundo a principios de siglo. Y no muchos perciben la
inmensa importancia que tiene para todas las luchas de intereses en la región,
desde que la lógica del poder dio a los estadounidenses el control de este
proyecto francés de Lesseps. La devolución del Canal de Panamá por el Acuerdo
Torrijos-Carter fue un hito en la lucha de los países latinoamericanos por ser
dueños de su futuro. Pero algunos siguen sin resignarse a que esto suceda por
muy justo y necesario que sea. La X Cumbre Iberoamericana de Panamá tiene como
cuestión central la situación precaria, trágica y deplorable de decenas de
millones de niños en la región. Es una cuestión grave porque la falta de redes
de protección y educación de estas masas infantiles y juveniles hipotecan el
futuro del conjunto de esas sociedades. La ignorancia, la pobreza y la
explotación alimentan ese monstruo que son la corrupción, la delincuencia y la
violencia que tienen en jaque a las democracias latinoamericanas.
Pero hay, o debiera haber, más cuestiones sobre la mesa. El
Plan Colombia es uno de ellos. Desde su presentación como una iniciativa de
búsqueda de fórmulas políticas y sociales para afrontar la dramática situación
de este país, vecino de Panamá, se ha convertido en una inmensa y muy poco
disimulada operación militar con el fin de liquidar a la guerrilla colombiana
con medios bélicos y reconducir la evolución política de las dos últimas
décadas hacia una nueva omnipresencia estadounidense que equivale a un dictado.
Estados Unidos tiene intereses muy legítimos en su patio
trasero, y muchos, y muy razonables motivos para insistir en su presencia
en la región. Son los receptores de millones de inmigrantes del sur y de miles
de toneladas de cocaína de un narcotráfico que subvierte su propio orden social
al tiempo que corroe las defensas de las democracias emergentes en el sur. El
narcotráfico es un problema tan yanqui como colombiano, peruano,
boliviano o panameño.
Pero el Plan Colombia amenaza con ser algo muy distinto a la
operación de cooperación internacional contra la droga. Sus efectos pueden
inducir a la desestabilización institucional y fronteriza de todos los países
de la región, disparar los movimientos migratorios de refugiados y desplazados
y fomentar una escalada, ésta sí incalculable, de la violencia armada.
La suspensión de las ya agónicas negociaciones de paz en
Colombia entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC es la primera muestra de
los efectos destructivos de este plan. Pero hay más. Por mucho que las
autoridades panameñas se declaren neutrales, los Gobiernos de Ecuador y Perú
busquen fórmulas de beneficiarse de los recursos ofrecidos por Washington, y
Brasil y Venezuela militaricen sus fronteras, tarde o temprano el Plan Colombia
ha de implicar a los seis Estados que tienen frontera con este país. Lo quieran
o no. La Comunidad Iberoamericana tiene serias razones para declararse en
contra de un concepto bélico en el que Washington, azuzado por el Pentágono, halcones ideológicos y otros interesados más prosaicos,
quiere equiparar guerrilla con narcotráfico, ignorando los muchos factores que
desmienten dicho análisis.
Los nuevos caudillismos en la región, como el desplome de la
credibilidad de las democracias, son un reto inmediato. Exigen la denuncia de
un proyecto que reduce el conflicto colombiano y el problema del narcotráfico
en un debate sobre la cantidad de helicópteros Sikorsky que hay que desplegar.
Aunque le moleste a la compañía que los fabrica y a sus subvencionados en los
pasillos del Pentágono, de la Agencia Nacional de Seguridad, la DEA o la CIA.
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