Por HERMANN TERTSCH
El País Jueves,
24.01.02
COLUMNA
Era previsible que las primeras almas sensibles en alarmarse
por el irreversible drama del afeitado de las barbas de los talibanes
trasladados a la base norteamericana de Guantánamo fueran aquellos que jamás
han hecho reproche al régimen de Fidel Castro por sus detenciones arbitrarias,
tortura sistemática, años de reclusión aislada y ejecuciones por capricho.
Acontece esto allende esa simple verja y afecta a mucha más gente y en principio
toda menos implicada en dar muerte al infiel o menos fiel que esos prisioneros
fotografiados en sus monos naranja que tan infinita piedad han suscitado en los
últimos días. El sectarismo yeyé de ciertos círculos europeos se rige, ya
sabemos, por el principio de que 'el enemigo de nuestro enemigo es nuestro
amigo'. Doctrina tan rudimentaria lleva inevitablemente a dislates. Y no sólo
en el País Vasco. Dicho esto, es cierto que convertir en realidad los argumentos
propagandísticos del enemigo es un profundo error. Y Washington ha vuelto a
caer en él. Como tantos otros (o quizás más), creen que se lo pueden permitir.
Hay una máxima en la vida que decreta que los errores suelen ser
desafortunados.
Después del 11 de septiembre, EE UU ha tenido, y aún tiene,
una oportunidad histórica de desmontar las desconfianzas acumuladas a lo largo
de más de un siglo en el continente que siempre supuso su referente tanto para
la afirmación como para la negación: Europa. Los 'padres fundadores' de ese
inmenso éxito que ha sido el proyecto nacional de EE UU llegaron a aquel suelo
decididos, por un lado, a hacerse un mundo aislado de Europa, sinónimo para
muchos de persecución religiosa, despotismos, violencia étnica, pogromos y
otras desgracias. Por otra parte, llevaban a aquellas nuevas tierras unos
principios que no podían negar su origen europeo. De ahí la eterna ambivalencia
en las relaciones transatlánticas. La Constitución norteamericana es tan
europea como la Declaración de los Derechos del Hombre. Pero el Atlántico es
muy ancho y las culturas a sus dos orillas son hoy muy distintas.
El 11 de septiembre rompió un mito norteamericano en el que
los vapuleados europeos jamás se han podido permitir el lujo de creer que es el
de la invulnerabilidad. Los europeos llevamos milenios sabiendo -y comprobando-
que algún enemigo externo nos puede asesinar en nuestra propia casa. Los
norteamericanos lo saben desde hace apenas cinco meses. Los europeos sabemos
que lo que sucede fuera de nuestras puertas nos atañe porque puede repercutir
de inmediato de puertas adentro. Los norteamericanos, algunos, empiezan a
percibir esa misma sensación de precariedad histórica ahora. No sólo ellos
están perplejos ante tan brutal inflexión en la percepción del mundo de la
sociedad que se sabe la única superpotencia. Aunque lo será, como todas,
transitoriamente.
Por eso EE UU debería extraer lecciones de la percepción de
la vulnerabilidad, gran consejera de individuos y naciones. La primera lección
está en saber que todos necesitamos aliados, muletas, amigos y ayuda. Para
tenerlos es necesaria la reciprocidad. Para que así sea, Washington tiene que
entender las sensibilidades ajenas, las de Europa como las del pueblo
palestino, las de los musulmanes en general como las latinoamericanas. George
Bush, por no hablar de Ariel Sharon, no puede garantizar la invulnerabilidad de
su país. Por eso Washington tiene que actuar de forma asimilable por sus
aliados. Y esto excluye los castigos bíblicos, no sólo la pena de muerte. Los
talibanes en Guantánamo no tienen por qué ser tratados con cariño. Pero son
prisioneros de guerra bajo la Convención de Ginebra o son individuos sujetos al
código penal. Los limbos jurídicos, como en el que se encuentran los hombres
con mono naranja, son nefastos. No ya para ellos, sino para quienes tienen que
defenderse de ellos. Implacablemente. Pero juntos. Y por tanto desde el
permanente esfuerzo por entender las sensibilidades del amigo. Sin ese ánimo de
cohesión, también estética, estamos condenados a nuevos éxitos de los
auténticos enemigos, de los cretinos bienintencionados y de quienes en las
democracias han hecho del rencor hacia la sociedad libre su máxima de vida.
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