Por HERMANN TERTSCH
El País Lunes,
04.06.01
REPORTAJE
La industria alemana empezará a indemnizar a decenas de
miles de trabajadores esclavos del régimen nazi tras décadas de litigios
El pasado miércoles, un tribunal de Múnich condenaba a un
anciano de 89 años a cadena perpetua. Parece improbable que se prolongue mucho.
El exmiembro de las SS y guardia en el campo de concentración de Theresienstadt
(Terezin) Anton Malloth mató gratuitamente al menos a un prisionero judío, se
supone que a muchos más, y maltrató a todos los que se cruzaban en su camino.
Malloth es un ejemplo perfecto del hombre mediocre que se
convierte en asesino bajo un régimen asesino. En otras circunstancias habría
sido conductor de tranvía y no se habría atrevido siquiera a alzar la voz a
alguien, por miedo a conflictos con la ley. Malloth es por lógica uno de los
últimos criminales nazis en ser condenados. Muchos han muerto impunes. Los que
aún viven sin ser localizados no temen ya a la justicia, sino a la muerte.
Sigue habiendo cuentas pendientes por aquella bárbara
aventura a la que se lanzaron los alemanes hace ya más de seis décadas, cuando
eligieron a Adolfo Hitler como salvador. Y, sin embargo, el despreciable caso
de la vida de Malloth, juzgado en la capital bávara, es ya sólo una anécdota si
se compara con la decisión del Parlamento alemán del mismo día de abrir el
procedimiento de pago de indemnizaciones a decenas de miles de trabajadores no
arios que trabajaron en régimen de esclavitud para la industria alemana durante
el nazismo. En un acuerdo unánime, el Bundestag decidió, 56 años después de la
derrota del Tercer Reich, que la Alemania democrática tiene una obligación para
con aquellos esclavizados por el régimen nazi y su industria privada pero
celosamente afín.
Malloth era un criminal y un rufián. Pero otros muchos
criminales y no menos rufianes jamás se mancharon las manos de sangre, porque
no tenían que prestar servicio en lugares tan infames y violentos
como aquella fortaleza austro-húngara reconvertida en matadero. Muchos
trabajaban en despachos panelados en maderas nobles, con cuellos almidonados y
puños engemelados. Los empresarios y magnates alemanes fueron, salvo
escasísimas excepciones, todo menos Schindler, aquel dudoso personaje al que el
director norteamericano Steven Spielberg hizo un homenaje tan sensiblero como
comercialmente eficaz.
Los empresarios no sólo aceptaban gustosos a los esclavos.
Muchos eran absolutamente insaciables en su solicitud de mano de obra gratuita.
Tanto que se produjeron conflictos entre sectores industriales y mandos de las
SS porque estos últimos tendían cada vez más a matar a gentes que los primeros
consideraban de su propiedad.
Socios ideales
La gran industria alemana -no sólo alemana, IBM también-,
desde Krupp a Siemens, desde IG Farben a Volkswagen, fue un socio ideal del
nazismo. Colaboraban con grandes beneficios, al menos en un principio, en el
esfuerzo bélico, y algunas de ellas, IG Farben por ejemplo, lo hacían
directamente en el genocidio con su producción del gas letal Zyklon B, con el
que se duchó en las cámaras de Auschwitz a gran parte del pueblo
judío europeo.
El régimen correspondía con el suministro de mano de obra no
ya barata, sino gratuita: esclavos. De todos los territorios ocupados por las
tropas de la Wehrmacht eran deportados hacia Alemania hombres y mujeres para
cubrir las necesidades de mano de obra en fábricas, minas, canteras o talleres.
No llegaban como trabajadores, sino como presos. Y como tales eran tratados.
Muchos murieron sobre todo en la fase final de la guerra, y
especialmente aquellos que trabajaban para la industria desde los propios
campos de concentración. Pero una mayoría de los trabajadores en industrias
alemanas volvieron después de la guerra a sus lugares de origen y fueron
olvidados porque la industria y la clase política tenían muchas razones para no
acordarse de ellos.
Las víctimas que podían ejercer algún tipo de presión sobre
el Gobierno alemán consiguieron a trancas y barrancas algún tipo de compensación,
siempre irrisoria ante el dolor sufrido.
Pero los trabajadores forzosos, dispersos en una decena de
países, sin lobbies (grupos de presión) ni coordinación, han ido
muriendo a lo largo de estas décadas sin que se reconocieran sus derechos
forzosamente acumulados.
En Polonia, Ucrania o Rumanía, gentes que trabajaron en
condiciones inconfesables en grandes compañías alemanas vivían una vez más en
la miseria mientras los directivos y las marcas que los habían explotado bajo
el nazismo florecían en el milagro alemán de los años cincuenta y sesenta.
Quienes intentaban reivindicar ni más ni menos que un sueldo
por su trabajo chocaban con un muro de silencio o cínicas respuestas de los
tribunales alemanes. Unas veces se decía que habían vencido los plazos para la
presentación de reclamaciones, y otras, que aún se estaba a la espera de un
acuerdo global sobre las indemnizaciones.
Así fueron pasando los años, y quienes en 1942 tenían 20
años hoy son octogenarios que apenas podrán disfrutar de la magra satisfacción.
Hasta 5.000 marcos (unas 425.000 pesetas) para los trabajadores forzosos y
15.000 (1.275.000 pesetas) para quienes trabajaron en los campos de
concentración para la industria es lo que podrán recibir quienes acrediten su
condición de esclavos del capital nazi.
Acto de dignidad
El plazo para hacerlo expiraba en principio en este mes de
junio, pero ya se considera una ampliación del mismo hasta fin del año 2001.
Para muchos, la histórica decisión del Bundestag llega
tarde, como le llega tarde a Malloth un castigo que probablemente se mereció
cien veces.
Los supervivientes del nazismo, activos y pasivos, víctimas
y verdugos, los testigos, son cada vez menos, y en pocos años nadie podrá decir
que estuvo allí, en Auschwitz o Theresienstadt, y sobrevivió y recuerda las
caras de prisioneros y carceleros, o en Volkswagen o en Thyssen trabajando para
mayor gloria de la marca comercial y del III Reich.
La decisión del Parlamento alemán de dar vía libre a las
indemnizaciones no compensa nada. Nadie puede compensar lo habido, lo sufrido.
Pero es un acto de dignidad necesario que da muestra de la voluntad de un
Estado de saltar por encima de sus terribles sombras del pasado
Cinco mil millones de marcos (uno 425.000 millones de
pesetas) y otros cien en intereses son el depósito creado por la industria
alemana y el Gobierno de Berlín para compensar mínimamente a gentes maltratadas
que nunca habían visto reconocida la brutal injusticia cometida con ellos.
Parece mucho dinero, pero apenas es nada para quienes lo
reciben. En todo caso es un gesto que era necesario. El dolor no tiene precio,
pero existen formas para reconocerlo. En el Bundestag se ha hecho.
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