Por HERMANN TERTSCH
El País Viernes,
16.03.01
COLUMNA
El nuevo libro de Antonio Muñoz Molina se llama Sefarad y
su autor lo califica de 'novela de novelas'. En realidad es mucho más que eso,
es un tratado literario sobre la memoria, sobre el viaje por el espacio, el
tiempo y las emociones y también sobre las ausencias que marcan la vida de los
hombres y los pueblos. Pero es además un libro de gran actualidad política.
Estaba este libro posiblemente en imprenta cuando en Viena se celebraba una
conferencia internacional bajo el título 'La memoria del siglo' organizada por
el Instituto Vienés para las Ciencias del Hombre -coincidirán con que es un
bonito nombre- para estudiar un fenómeno culturalmente fascinante y de
incalculable calado político como es la vigencia que han adquirido en una
década precisamente la memoria, el pasado y las ausencias -las guías que
transitan y unen 'las novelas' en la novela de Muñoz Molina- en la vida
política y el debate social.
Recordaba en Viena el historiador y ensayista Timothy Garton
Ash que, desde la antigüedad hasta 1945, la política se había basado siempre en
el principio de gestionar el presente y proyectar para el futuro olvidando el
pasado. Winston Churchill, tan insigne político como historiador, habló tras la
Segunda Guerra Mundial del 'bendito acto del olvido'. Después de 1945 y pasados
los juicios de Núremberg, incluso el propio Holocausto cayó en el semiolvido
hasta los años setenta. Y después fue la Alemania hitleriana el único capítulo
de la historia sometido a escrutinio, búsqueda de culpables y recuerdo de las
víctimas. Las razones de que así fuera son muchas y van desde la complicidad de
tantos intelectuales con el estalinismo y sus sucesores a los sinceros
esfuerzos de muchos políticos en muchos países de no dejar que el pasado, por
cruel que fuera, dinamitara un esperanzador presente y el futuro. Aun a costa
de la memoria y la justicia. España, su transición, es en esto un caso
paradigmático.
Pero en la última década, la irrupción de la memoria en la
vida política ha sido espectacular, ha cambiado radicalmente la percepción de
élites y opinión pública sobre la vigencia del pasado en la creación de nuevas
realidades sociales e institucionales deseables. Según Garton Ash, hay en este
momento en torno a los 2.400 'procesos de superación del pasado' abiertos en
todo el mundo. Van desde el caso Pinochet al papel de Indonesia en
Timor, de la compensación a trabajadores forzosos o la implicación de la IBM en
la Alemania nazi, de la barbarie china en Tibet al papel de más de un miembro
de la nueva administración norteamericana en la represión en Centroamérica.
Surgen por doquier comisiones de la verdad histórica como la habida en
Suráfrica. Muchos de estos casos tienen un peso político potencial altísimo y
actual.
La mirada limpia hacia el pasado propio, de pueblos e
individuos, es siempre sana. Para convencerse de ello sólo hay que ver los
efectos emponzoñantes y envilecidores de las historias pervertidas y
reinventadas, de los victimismos falsarios, biografías fraudulentas y de los
mitos del pasado que buscan justificar crímenes del presente. Pero ni la
rentabilidad política de mirar al pasado ni una buena voluntad para hacerlo
garantiza dicha mirada limpia. La historia se escapa de los dominios antes
exclusivos de los historiadores y forma ya parte de los instrumentos más
eficaces de políticos, abogados especializados en captar compensaciones para
después expoliar a sus clientes, demagogos, bramanes, jueces y periodistas. Que
sea para la agitación interesada o a favor de la decencia en aras de la
justicia depende de quien haga uso del mismo. Y seguramente no en todos los
casos que enumeraba Garton Ash en Viena son los móviles más limpios los que
hacen vigente el pasado.
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