Por HERMANN TERTSCH
El País Lunes,
31.12.01
COLUMNA
Es dramático. Es trágico. Pero no es serio. Las últimas
semanas, estos días de diciembre, nos están dando una percepción cruda y real
de lo que puede ser la brutalidad desnuda cuando no sólo se es incapaz de
asumir posturas y sensibilidades ajenas, si no se está absolutamente decidido a
humillarlas y hundirlas con la arrogancia procaz de quien no teme ni el
fracaso, ni la vergüenza ni la catástrofe para su propio pueblo. El primer
ministro israelí, Ariel Sharon, nos está haciendo asistir a una cruel broma que
anuncia drama. Con todo el volumen corporal que mueve, es ágil como nadie en la
carrera hacia el desastre este hombre al que muchos israelíes votaron y otros
cuantos auparon al poder con esa aritmética electoral tan curiosa como
perversa.
Ahí está y nadie puede poner en duda que manda. Ni quienes
le ayudaron indirectamente, como Shlomo Ben Amí o Ehud Barak, grandes
dubitativos entre gavilán o paloma, ni los que en su magnífica candidez
pensaron que en la cama con Sharon harían al personaje, si no más cálido, al
menos más soportable para la vida en Oriente Próximo, véase nuestro premio
Nobel Simon Peres. Trágicos derroteros los de todos ellos a la vista de los
resultados.
Ariel Sharon es, de momento sólo en Bélgica, un criminal de
guerra supuesto. Presunto. No se espera en todo caso una próxima visita suya a
Bruselas. A él no le importa. Pero es de temer que a la ciudadanía israelí
acabe importándole, ya no este detalle, sino las consecuencias que de él se
derivan para sus propias vidas como seres humanos que ansían seguridad y
bienestar y -por qué no- algo de felicidad tranquila. Porque la espiral de odio
y violencia que ha desatado Sharon en las últimas semanas, por no hablar de
heroicidades más lejanas, amenazan con implantar en Israel, a principios del
siglo XXI, el terror a la aniquilación como fórmula de vida, más de medio siglo
después de la fundación de este Estado y de los ingentes esfuerzos de tantos
hombres de bien por buscar cuadraturas de círculos históricos que dieran una
normalidad asumible a la gran excepcionalidad que fue la creación de dicho
Estado.
Realmente es un legado que no se merecen ni quienes le
votaron ni quienes hoy, que son más, le apoyan en su política precisamente por
el miedo. Las últimas medidas tomadas por el Gobierno de Sharon deberían hacer
comprender a Peres y a muchos otros que la colaboración ya es mera complicidad.
El culto a la responsabilidad colectiva de que hace gala el primer ministro israelí
en su trato al pueblo palestino -véase la obscena prohibición de acceso a los
aeropuertos por criterios de raza- induce ya a comparaciones odiosas e
inexpresables. Por respeto a millones de muertos quedarán en el aire. Pero es
él quien vierte vergüenza sobre su país y su pueblo, no quienes desde la
desesperación puedan verse abocados a paralelismos siempre improcedentes.
Sharon ha cruzado varias veces la línea roja que separa a la
civilización de la barbarie. Ahora ya parece decidido a instalarse allende la
divisoria. Y Washington debiera darse cuenta de que su pasividad ante tanto
desafuero es la peor forma de afrontar el gran reto que tiene desde el 11 de
septiembre. La política de Sharon es un torpedo en la línea de flotación de la
seguridad de Estados Unidos y las democracias occidentales en general. Su
arrogancia, el despliegue de rencor, la política sistemática de humillación y
el alarde de violencia no sólo ponen en peligro la seguridad de toda la
ciudadanía israelí, por no hablar de la palestina, sino también la de todos
quienes detestan todos los fanatismos y creen en las sociedades abiertas y
plurales.
Sharon comienza a ser para todos nosotros, demócratas
israelíes o de cualquier lugar del mundo, un peligro similar al que representa
Osama Bin Laden. Uno se halla huido. Pero el otro tiene teléfono y apartado de
correos. Va siendo hora de que George Bush lo recuerde. Antes de que sea
demasiado tarde. Cuando un amigo enferma, el mejor favor es llevarlo al médico.
Aun en contra de su voluntad.
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