Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
06.10.01
COLUMNA
El mundo está cambiando a una velocidad que pocos acaban de
percibir. Nos lanzamos hacia una aventura que sin duda es extremadamente
peligrosa y puede causar aún muchas víctimas, muchos muertos más de los habidos
en las Torres Gemelas, en el Pentágono y en un triste campo de Pittsburgh.
El hundimiento de un orden previo, sea real o supuesto, como
el habido el 11 de septiembre del año 2001, conlleva siempre un factor de
amenaza para la humanidad. El miedo se retroalimenta y crea fantasmas,
habitualmente mucho más reales que las causas que los generan. Sucedió con la
Reforma de Lutero y la posterior e inevitable Guerra de los Treinta Años; con
la catástrofe de la Gran Guerra de 1914, tras 40 años de inmenso progreso y
bienestar, y también con la inmensa tragedia europea del surgimiento del
fascismo y el comunismo como grandes proyectos redentores de la humanidad que
tornaron en dramas indescriptibles. Nunca ha habido mejores motivos para matar
que el miedo o el agravio. Ambos están hoy muy bien servidos. Pero el consenso
mundial posible hoy contra todas las plagas es tan posible como en su día lo
fue la Paz de Westfalia.
Sin embargo, hay muchos motivos para la esperanza aunque
resentimientos y prejuicios europeos se hayan puesto plenamente en marcha en
las últimas semanas con sus efectos siempre catastróficos. Tenemos agoreros
especialistas en llorar a muertos potenciales mientras los ciertos, los
difuntos, son considerados cuerpos no identificados cómplices de la trama del
capitalismo contra gentes desesperadas y por tanto quizás ni siquiera
culpables.
Muchos lloran ya más a los millones de afganos que
supuestamente va a matar una brutal represalia de EE UU que a los miles de
muertos ciertos, procedentes de más de sesenta países, que se hicieron humo en
esas piras tremendas de una venganza asumida como justa. Muchos parecen
concentrar su ira y su miedo en la respuesta de EE UU y las democracias
occidentales a la agresión de un terrorismo no por masivo distinto a los demás,
a los mezquinos e individuales, es decir, indiscriminados, brutales, miserables
y narcisistas en su fanatismo.
Pero, insisto, hay motivos para la esperanza. Porque
Washington ha reaccionado al ataque, la humillación y la revancha de la mejor
forma jamás imaginada. El mundo puede dar por caducado el autismo. Porque EE UU
ha reconocido, después de dos días de trauma, que su suerte está
definitivamente ligada a la nuestra, a la de todos los pueblos de un mundo cada
vez más pequeño.
Ha muerto el mito de la América invulnerable, aislada por
los océanos de todas las miserias y violencias de las que huyeron en su día los
Padres Fundadores del Mayflower, pero también los millones de europeos,
asiáticos, africanos, judíos rusos y polacos, alemanes, irlandeses e italianos
que los siguieron. El mundo será distinto porque América será distinta y porque
los norteamericanos se entienden ya de una forma distinta.
Washington acaba de pagar una deuda con las Naciones Unidas
que no zanjaba desde hace casi tres lustros. Washington ha dejado entrever que
su desprecio al Acuerdo Antimisiles Balísticos, que era una certeza hace unos
meses, es hoy cuestión secundaria y revisable. Washington sabe hoy, como lo
sabe ese hombre común pero no ciego, que es el presidente George Bush, que el
mundo es un espacio en el que nadie puede vivir solo sin considerar temores,
angustias, problemas o incluso paranoias de los demás.
EEUU ha demostrado en estas semanas que entiende que el
mundo actual hace imposibles las islas de afortunados y que todos estamos
condenados a compartir suerte, en nuestros terribles problemas con el
terrorismo, pero también en medio ambiente, sequías, superpoblación y relaciones
Norte-Sur.
La nueva conciencia en EEUU, si no es truncada por el
cinismo, sea de los propios norteamericanos o, quizás más probablemente, de los
europeos, puede dar paso a un mundo más seguro y más justo. La última isla está
en proceso de unirse al mundo en sus cuitas y dificultades. Lo hace
traumatizada. Pero con un esfuerzo supremo por buscar consensos que antes
ignoraba. Ayudar en esta aventura, animar al grande en su hora vulnerable puede
ser la gran oportunidad de alcanzar humanidad, dignidad y seguridad para todos
los que crean en la vida.
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