Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
02.12.2000
Ígor Ivanov, hoy ministro de Exteriores de Rusia, antes
embajador en España y, antes aún, discreto encargado en la Embajada de la URSS
de repartir fondos, que al parecer sobraban a la población soviética, para
financiar partidos, grupos, grupúsculos, sectas, asociaciones varias y
periodistas del desvarío político izquierdista, y no sólo izquierdista, desde
un célebre chalet del barrio de El Viso, no se lleva bien con la secretaria de
Estado de EE UU, Madeleine Albright. Una lástima. Pero sin duda compensada por
el entusiasmo que él y su presidente Vladímir Putin generan en otros políticos
y escenarios. Aquí, en España, Ivanov goza de magnífica prensa; se supone que porque
cuando habla castellano todo el mundo le entiende. También en Londres, es un
hombre de moda. Como su jefe, el presidente. El primer ministro británico, ese
socialdemócrata tan celebrado en la común Tercera Vía por José María Aznar,
acaba de volver de su visita a Moscú, donde no ha hecho sino acariciarle el
lomo al oficial del KGB -perdón, FSB- devenido presidente gracias a cuatro
atentados supuestamente chechenos en Moscú, a la guerra y al aparato de
propaganda y la fábrica de dinero de Borís Yeltsin.
Allí, en Moscú, Blair -¡qué gran visión, qué tremenda
perspicacia!- acaba de decir que el Gobierno de su Majestad la Reina entiende
las dificultades que tiene el pobre Putin con el radicalismo islamista de unos
chechenos irredentos que ponen en peligro la seguridad de la floreciente
democracia rusa; es de suponer que por la forma de morir que tienen bajo los
bombardeos que el presidente ruso ordena, aplaude y premia. Algunos nos tememos
que se equivoca.
El Kremlin no ha sido educado para tanta broma ni frivolidad.
Rusia no se las permite ni en tiempos como estos en que los precios del crudo
le proporcionan un alivio. Por eso no ignora la inanidad de la política
norteamericana actual ni la introspección, cuando no solipsismo, de la europea.
Aprovecha los momentos políticos. La vida allí es dura. Se regocija y actúa en
consecuencia. Se ha visto en la reunión del Consejo Ministerial de la
Organización para la Cooperación y Seguridad en Europa (OSCE), celebrada esta
semana en Viena. En dicha reunión, Rusia sólo ha aceptado una declaración que
viene a decir que los Balcanes están mejor. Al menos ya no insiste en que
Milosevic es el gran benefactor. Pero eso es todo. Cuando se les ha querido
recordar que en la Cumbre de Estambul habían prometido retirar sus tropas de
Moldavia y Georgia se ha enfadado Ivanov y ha dicho que eso ya se verá más
adelante y que no toleran que se les meta prisa. Y del reenvío de observadores
de la OSCE a Chechenia nada.
El señor Blair, incluso la Reina de Inglaterra, pero
también, y esto es peor, muchos personajes decisivos en las cancillerías
europeas y en el Departamento de Estado norteamericano parecen no saber con
quienes están tratando. Y este despiste cósmico, la desunión patente y la falta
de criterios para establecer una política común transatlántica hacia Rusia
forman un perfecto alarde de temeridad. Todo ello pasará factura, porque el
poder en Rusia, sin incentivos externos para su reforma, siempre tiende a sus
formas clásicas, tan zaristas como bolcheviques. Son de sobra conocidas.
Reemergen para mandar en el aparato y la economía, para amordazar a los medios
de comunicación, practicar una política de tierra calcinada en Chechenia y
volver a imponer su diktat en los países del Cáusaso como Georgia y
otros como Moldavia.
Cuando los europeos comiencen a pensar en que existe la
historia después de la cumbre de Niza y los norteamericanos hayan contrastado
todas las perforaciones habidas o no en las papeletas electorales del condado
de Seminola, el Kremlin habrá olvidado sus promesas de desarme y ampliado su
política de imposición en el Cáucaso. Sin contestación alguna, sus apetitos no
harán sino aumentar. ¿Hacia dónde? Quizá nos lo cuenten algún día la Reina o
Tony Blair, que toman el té de las cinco con Putin.
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