Por HERMANN TERTSCH / P. XIMÉNEZ DE SANDOVAL
El País Domingo,
21.10.01
REPORTAJE
La amenaza terrorista generaliza una angustia desconocida
para cientos de millones de personas
El miedo puede llevar a los gobernantes y a la humanidad en
general a recapitular, reflexionar y enmendar errores pasados
La vida ha cambiado radicalmente en este planeta, incluso
para aquellos que aún hoy, en aldeas del Tercer Mundo o en hogares de
pensionistas en el mundo desarrollado, no se han enterado de que, el 11 de
septiembre, la considerada como única superpotencia del mundo, Estados Unidos
de América, fue agredida por una red terrorista constituida al parecer por
fanáticos y al parecer protegida o protectora de un Estado remoto, pobre y en ruinas
tras dos décadas de guerras como es Afganistán. Cayeron símbolos de la
prosperidad por un ataque que se dice vengador del eterno agravio. El resultado
final es incierto, pero los efectos inmediatos son ya evidentes. La seguridad
en la que se mecía el mundo rico ha fenecido.
De repente está presente. En todas partes. En los
restaurantes de Madrid como en la Sorbona de París, en el metro de Moscú y en
los aeropuertos de Pekín, en oficinas en Nigeria y en los mercados mexicanos,
en la mirada de los viajeros en avión y en la cabeza de todos los carteros.
Hasta en el último rincón en los cinco continentes. Y más que en ningún otro
lugar del mundo, en los hogares, edificios públicos y calles de quienes más
protegidos e invulnerables se han sentido siempre: los ciudadanos de Estados
Unidos. Es un sentimiento que se extiende como las grandes epidemias
medievales, un horror sin perfil ni rostro. Se multiplica como las bacterias.
Amenaza con arrebatar los sentidos a los hombres, el común y los demás. Un gran
fantasma recorre el mundo y ha sumido a individuos y sociedades en una
existencia hasta ahora desconocida para las generaciones vivas: el miedo.
Es un miedo muy especial, generalizado y compartido,
confesado, contagiado, exagerado, retroalimentado en esta era mediática en la
que todas las sensaciones se multiplican y extienden a velocidad de vértigo.
Aún no sabemos cómo cambiará nuestras vidas, nuestras relaciones
interpersonales, sociales, políticas e internacionales, pero en todo el mundo
germina la consciencia de que nada será igual que antes. Que antes del 11 de
septiembre, cuando muchas certezas, seguridades y vanidades se desvanecieron en
una tormenta de fuego, hierros, polvo y escombros. Ha habido una ruptura
profunda en nuestras vidas individuales y colectivas, cuyas consecuencias aún
ignoramos por completo. Pero muchos ya intuyen que es el final de la
civilización de la seguridad y de la autocomplacencia generada en las
sociedades desarrolladas occidentales de la segunda mitad del pasado siglo.
Un instrumento capital
El miedo en sí es una experiencia humana inevitable y uno de
los instrumentos capitales para prolongar nuestra supervivencia. El Juan
sin miedo del viejo cuento era un perfecto necio hasta que conoció esta
sensación imprescindible en este mundo que ha sido siempre en sí mismo un
permanente desafío al instinto de subsistencia de todo animal sano, incluidos
los humanos. Miedo a Dios o al vacío, miedo a la catástrofe o la desgracia
familiar, a las bestias o a otros seres humanos; miedo, ante todo, a la muerte.
Necesitamos el miedo para vivir y organizarnos en comunidades. Y en él, tanto
como en el amor y la lícita ambición de bienestar, se basan nuestras complejas
construcciones sociales de la modernidad. Por eso quedamos desarbolados
personal y colectivamente cuando hemos de enfrentarnos a un enemigo al que
algún tipo de obsesión -religiosa, ideológica o patriótica- ha extirpado el
miedo a la muerte.
'Nuestra sociedad tiene miedo, luego está claro que el
ataque ha cumplido su misión', dice el psiquiatra andaluz Luis Rojas Marcos, el
máximo responsable de la sanidad pública de la ciudad de Nueva York. 'Han
conseguido desestabilizar esta sociedad atacando a la confianza pública. Un
proverbio chino dice 'mata a uno y asusta a diez mil'. En este caso se ha
matado a miles y asustado a millones. Se ha roto algo tan básico como la
expectativa de seguir con vida, de regresar a casa vivo'.
Este español, máximo responsable de la sanidad de Nueva
York, debatió con el alcalde Giuliani la amenaza del ántrax. Sabían que, si
recomendaban a todo el inmenso equipo de Correos de la ciudad el llevar
guantes, lo harían. Es un trabajo que consiste en manejar nada menos que entre
2.000 y 3.000 millones de sobres y objetos diariamente en Correos en Nueva
York. Pero la propia medida protectora tiene inevitablemente efectos
contraproducentes. 'Eso fomenta el miedo. La gente ve que se reparte con
guantes el correo y esto contagia la aprensión. Y el miedo socava el juicio
para tomar decisiones'.
'El mecanismo del miedo funciona como un órgano. En el
teclado hay uno o varios músicos, y no todos son terroristas. Hay diversos
registros, diversas tomas de aire que dirigen la presión hacia los tubos.
Cuando suenan simultáneamente y con fuerza plena, todo tiembla y se conmueve.
Por eso hay que tener miedo a que una histeria general impida ver entre tanto
peligro el peligro real', dice Herbert Prantl, un analista alemán del diario
bávaro Süddeutsche Zeitung. Y muchas décadas antes de que unos
aviones pilotados por unos fanáticos sofisticados destruyeran los símbolos del
poder financiero norteamericano, un presidente norteamericano, Franklin
Roosevelt, coincidiendo plenamente con el psiquiatra español que hoy dirige la
sanidad de la ciudad agredida de Nueva York, decía: 'De lo único que hemos de
tener miedo es del miedo mismo, porque paraliza todos los esfuerzos necesarios
para convertir un retroceso en progreso'.
Está claro que existe una inercia, a veces desesperada,
hacia la normalidad en las sociedades que se han mecido durante décadas en una
marea siempre al alza en el bienestar. Se intenta ensayar la cotidianidad, se
simula la vida de siempre, la vida normal, como lo hacían nuestros antepasados
mientras se hundía la civilización previa a la Primera Gran Guerra de
1914-1918, en un acto de autodefensa ciega tan bien relatada por el escritor
Stefan Zweig en sus memorias del Mundo de ayer. Como se ha pretendido
siempre en los momentos de profunda inflexión histórica, fueran las guerras
napoleónicas o, mucho antes, la guerra de los Treinta Años, los seres humanos
siempre buscan con angustia la normalidad en la zozobra. En aquellas épocas en
las que nadie sabía si habría de vivir el día de mañana se bailaba y se gozaba,
se trabajaba e incluso se ahorraba. Pero hoy los tiempos son veloces y las
angustias imprevistas apenas permiten refugio. Nadie sabe cuándo llegará la Paz
de Westfalia ni un nuevo Congreso de Viena; es decir, un nuevo orden
consensuado para este mundo, cuyos goznes parecen haber saltado por los aires y
se han convertido, ante los ojos atónitos de toda la humanidad centrados en
Manhattan, en una inmensa tumba bajo una escombrera humeante. en la que yacen
miles de cuerpos de todas las razas, religiones y convicciones, convertidos en
polvo.
Exposición al peligro
Tras los gratuitos miedos milenaristas de los últimos
momentos del siglo XX, las supersticiones e inseguridades habidas, de
repente hemos recuperado una característica de la que el ciudadano de los
Estados desarrollados creía haberse despedido y que, sin embargo, es uno de los
elementos de nuestro sentir que más humanidad delatan. Es la exposición al
peligro y nuestra vulnerabilidad individual y colectiva. Gran parte de la
sociedad más desarrollada, formada y compleja de nuestro mundo posmoderno
siente hoy lo mismo que los habitantes de ciudades medievales ante la amenaza
de la peste. El ántrax y la guerra biológica, los enemigos que no temen castigo
alguno, el desorden total en un mundo convertido en aldea y la inminencia del
peligro físico para uno mismo o los seres queridos han dinamitado, quién sabe
para cuánto tiempo, cuántas generaciones quizás, esa quimera de seguridad que
muchos creían no sólo cierta, sino definitiva. El miedo íntimo a la muerte y a
la pérdida se ha globalizado. 'Hoy, por lo que ha sucedido, hay más aprecio a
la vida que hace un mes', dice Rojas Marcos.
Todo parece sugerir que las imágenes que la humanidad tiene
almacenadas en la memoria desde la media tarde (hora peninsular española) del
11 de septiembre nos llevan hacia una nueva era en la que las poblaciones, y
también los individuos, se despedirán de la despreocupación que ha marcado las
últimas décadas en el mundo del bienestar.
Para una inmensa mayoría de los ciudadanos occidentales se
había convertido en un sobreentendido el hecho de que, según pasaban los años,
la vida tendía a superar casi de forma automática dificultades antes
apremiantes. Se acabó, dicen muchos. Y son muchos también los que temen que
estemos sólo ante el principio de una larga travesía por la inseguridad y
precariedad. 'A mí me da más miedo lo que pueda ocurrir que lo que ha
ocurrido', dice Bernabé Sierra, responsable de seguridad y director de control
de Correos y Telégrafos de España, que ha tenido que sumar a su temor a las
cartas bomba su obsesión en que los españoles no reciban sobres con sustancias
químicas o biológicas.
'La seguridad va siempre por detrás de las amenazas',
reconoce Sierra. Pero también manifiesta que la alarma, ese miedo que responde
al instinto humano de supervivencia, ya ha hecho cambiar hábitos y actitudes.
'Ya había recomendaciones de seguridad en nuestro departamento que todos
consideraban tedioso cumplir a rajatabla. Ahora, los empleados leen la amenaza
en los periódicos. No hace falta decir nada. Hay un celo exquisito. Nadie se
anda ya con bromas. Incluso en la calle se observa. No se habla de otra cosa
que de aviones, correo y lo que pueda pasar. Y eso no es malo. Puede ocurrir
que alguien rechace el correo o se niegue a abrir su carta. Pero también es
cierto que cada día hay menos correo personal y menos cartas escritas a mano.
El correo comercial lo seguirá abriendo todo el mundo, ése no da miedo'.
'Tendremos que volver a acostumbrar a nuestros ojos a la
sangre', decía hace siglo y medio el escritor alemán Georg Büchner. Ese miedo
se extiende porque cada vez son más los que piensan o saben que ésta no será
una guerra breve de triunfos y reportajes de éxito, de conferencias de prensa
científicas o incluso coquetas. Se esperan muertos, ausencias y lágrimas, y
nada virtuales.
La guerra ha comenzado y todos saben que no será gratis, como
lo fueron para Occidente las de Irak y Kosovo. Se esperan los próximos zarpazos
de represalias planeadas meses, cuando no años, antes de que se provocara la
que actualmente está en marcha. Los enemigos no están todos en Afganistán ni en
Irak, Somalia o Sudán.
Están aquí, en Occidente, entre nosotros. Están en Hamburgo
y en Boca Ratón (Florida), en París o en Marbella, en Estocolmo y Milán,
agazapados como buenos ciudadanos que pagan hasta las multas, esperando una
orden para acometer un plan bien elaborado, preparado y financiado no por los
desheredados de la Tierra, sino por gentes que han estudiado aquí y vivido
nuestras vidas. Nos conocen, lo sabemos, y eso nos da aún más miedo, porque
nuestro enemigo ha violentado nuestra intimidad mientras preparaba sus armas
para atacarnos. Tenemos miedo y buscamos ayuda. Estados Unidos busca por
primera vez en su historia el ser arropado en sus esfuerzos y temores. Pero
también todos y cada uno de los ciudadanos que sienten la inseguridad.
'La primera consecuencia que tiene el miedo colectivo es que
hace que la gente se porte mejor', dice Rafael González Fernández, profesor de
Psicología Social de la Facultad de Sociología de la Universidad Complutense de
Madrid. 'En Nueva York se despierta por primera vez un espíritu solidario, la
gente se habla por la calle, se ayuda. La preocupación nos enseña a disfrutar
más de la vida, a valorar más lo que tenemos. La gente que ha vivido una
guerra, como la mundial o la civil, disfruta de la vida de otra forma',
asegura. Todo parece indicar que estamos en un realineamiento de los valores en
las relaciones personales, sociales y políticas. La vida de 'vino y rosas' de
Occidente se acaba, piensan muchos. Volveremos a sentir el dolor, dicen, como
lo hicieron tantas generaciones cuyos sufrimientos prácticamente habíamos
olvidado y en todo caso no nos afectaban en lo más mínimo. 'Las Torres Gemelas
nos devuelven a los miedos más primarios: al fuego, a la separación y a la
muerte. Las Torres Gemelas son el bosque ardiendo de la Edad Media. Contra esos
miedos, la solución también es muy primaria. Lo primero que se busca es
compañía, hablar con alguien, discurrir el miedo', señala Rafael González. 'Los
mecanismos para combatir el miedo son buscar compañía, la acción en general, la
actividad física y la organización. Una sociedad organizada y prevenida tiene
menos miedo. También el humor es un mecanismo básico de autodefensa. El diálogo
nos preserva la confianza. La palabra nos protege del horror'.
Pero por mucho humor que tengamos, y este país puede
vanagloriarse de ser uno de los que más rápidamente y mejor recurren al mismo,
hay temores profundos cuya sola evocación nos paraliza y angustia hasta
inmovilizarnos. José Miguel López Ibor, director de la clínica que lleva el
nombre de su padre, considera que es necesario que la sociedad sea consciente
de que la seguridad absoluta no existe, y dice que 'el miedo es una reacción
normal ante un peligro evidente, y éste lo es'. Pero también insiste en que el
miedo sirve como argumento psicológico y social para progresos colectivos. Es
decir, se establece un peldaño de progreso cuando las sociedades superan
miedos, ya sea a la enfermedad o a la guerra. La cultura progresa por medio de
la superación de los miedos.
Pero también advierte de que 'el miedo colectivo se
contagia. Y provoca un fenómeno colectivo de egoísmo. La gente exige a los
demás que arreglen las cosas mientras a ellos no les pase nada. En todo caso,
es imprescindible que la gente no se tome las cosas a broma. Si hace dos meses
mi secretaria me dice que hay un sobre sospechoso de contener bacterias de
ántrax, la encierro con los enfermos en mi clínica. Hoy no me haría gracia
alguna'.
Todo es más serio de un tiempo a esta parte. Y el cambio de
actitudes personales y sociales cuando, quién sabe cuándo, acabe la crisis
mundial en la que nos hallamos es perfectamente imprevisible, según coinciden
la mayoría de los expertos. Pero sí parece claro que las sociedades
desarrolladas al menos han entrado en un proceso de profunda transformación. El
motor fundamental de esta mutación es la repentina percepción de la propia
vulnerabilidad, las ansias de mayor seguridad y ese sentimiento, íntimo y
colectivo, pero en todo caso de inmensa fuerza, que es el miedo.
Hay quienes auguran concesiones de la ciudadanía en su
derecho a la intimidad a cambio de dicha seguridad. Hay quienes temen que este
estado de ánimo sea utilizado por quienes quieren reforzar su control desde el
poder sobre el individuo. En muchos países occidentales se preparan reformas
legislativas que tienden a reforzar controles y medidas de vigilancia que antes
del 11 de septiembre no habrían tenido posibilidad alguna de prosperar.
Nadie sabe dónde acabará esta incierta, turbulenta y cruenta
travesía a la que unos pilotos suicidas lanzaron al mundo el pasado día 11 de
septiembre. Pero se impone la certeza de que los cambios serán profundos en el
orden internacional, en las relaciones sociales y en la vida particular de las
personas. El miedo puede llevar a los gobernantes y a la humanidad en general a
recapitular, reflexionar y enmendar errores o dejaciones pasadas. El miedo
puede también atenazar y provocar reacciones de pánico de consecuencias
catastróficas. El miedo siempre fue un elemento catalítico. Sólo cabe esperar
que la reacción sea beneficiosa para un mundo que hoy está en plena convulsión.
LA ALERTA COTIDIANA
Experto en el miedo a bordo de un avión y en los mecanismos
para controlarlo, Javier del Campo, ex piloto, dirige los cursos de Iberia para
superar el miedo a volar. Pero mezclándose entre los pasajeros para su trabajo
como inspector de Aviación Civil ha descubierto una inquietud cotidiana, casi
subconsciente, que convierte al pasaje de cualquier avión en una escuela de
detectives: 'El miedo de después de los atentados no tiene nada que ver con la
fobia a volar. Los que vienen a mi curso están convencidos de que el avión se
va a caer y no hace falta que Bin Laden les refuerce esa convicción. Pero los
demás se supone que somos normales. Sin embargo, el lunes un vuelo de Iberia de
Ibiza a Barcelona salió con cuatro horas de retraso, y la causa no fue otra que
el miedo. Lo que pasó es que subieron dos tipos de origen árabe, y un tercero
que estaba a su lado les oyó decir '...para lo que va a durar el vuelo'. Lo
dijeron en francés. Entonces se levantó y fue a contárselo al comandante. Éste
hizo bajarse a los dos pasajeros. Hubo que bajar también todas las maletas para
volver a escanearlas. Para cuando el comandante decidió que despegaba, los dos
tipos seguían prestando declaración en la comisaría del aeropuerto'. ¿Paranoia?
En absoluto. El propio Javier del Campo, con 32 años de experiencia como piloto
de Iberia tras hacer carrera como piloto de cazas en el Ejército, expone con
humildad el terror que puede provocar hoy día esa situación: 'Si yo estoy
sentado en ese avión como inspector y oigo esa conversación, hago lo mismo. Yo
no sé de qué iban los dos árabes, pero es que, hoy por hoy, el que crea que
puede hacer una broma con estas cosas es tan peligroso como el terrorista.
Desde el punto de vista de la seguridad no se puede tolerar ni una broma,
porque contribuye a la ansiedad del pasaje. En estos días, basta con que
alguien se meta en el baño a fumar para que la gente se preocupe. Ves a gente
sospechosa y piensas '¿a éste le habrán mirado bien?'. El pasajero que provocó
lo de Ibiza seguro que estaba alerta desde el momento en que vio que eran
árabes. Cualquier detalle que antes la gente aceptaba con más o menos
indiferencia (un bulto de más, una mala actitud, uno que no quiere apagar el
móvil), hace ahora que armen la guardia. Lo último que he visto es un pasajero
que dio la alerta porque vio cómo a otro, justo antes del control, alguien le
pasaba un paquete. Seguramente se le olvidaba algo y el amigo se lo traía
corriendo. Pero la policía entró a por él y miraron el paquete de arriba a
abajo. Los pasajeros se vigilan unos a otros'. Es la versión aérea de lo que
Del Campo considera un cambio en la percepción del terrorismo, de ser algo que
les pasaba a los demás a una amenaza real para cada uno de nosotros. 'Ahora
cada uno se ve obligado a pensar en cosas en las que antes no pensaba. Yo
mismo, aunque no sea objetivo de nadie, no tocaría un sobre extraño. Si hace un
mes me mandan un sobre con polvos blancos pienso '¿quién es este gilipollas?'.
Hoy lo meto en un plástico, me lavo las manos y llamo a la policía'.
Un especialista del Ejército austriaco, durante unas
maniobras contra posibles ataques bacteriológicos. REUTERS
No hay comentarios:
Publicar un comentario