Por HERMANN TERTSCH
El País, Jerusalén, 09.12.01
REPORTAJE
La sociedad israelí, cada vez más fraccionada, comienza a
quedarse con el miedo como único elemento de cohesión
Viernes por la tarde. El Sol acaba de ponerse tras el monte
Herzl y la ciudad vieja de Jerusalén está desierta. Apenas quedan semiabiertos,
con las puertas entornadas, un par de tiendas en el laberinto de estrechas
calles que unen sus cuatro barrios, cristiano, judío, armenio y musulmán. Los
turistas dejaron ya de llegar hace meses, tras los últimos atentados han
desaparecido. Los grupos de soldados israelíes, apoyados en esquinas, junto a
algún portal o fumando en silencio bajo alguna arcada, parecen los únicos seres
humanos existentes en este paisaje urbano de tinieblas. Cuando el silencio es
absoluto, se oyen pasos. Por las calles empinadas de la Vía Dolorosa, de la
calle de David y Bar El Silsileh aparecen las primeras figuras. Van vestidas de
negro riguroso. Son los judíos ortodoxos que bajan hacia el Muro de las
Lamentaciones a iniciar así la fiesta del Shabat.
A la misma hora, en Tel Aviv, en la avenida Allenby,
nombrada por el general británico que arrebató Jerusalén a los turcos en 1917,
nadie se acuerda del militar. Miles de jóvenes y no tan jóvenes hacen cola para
entrar en el Joyce, en el Goodbar o en otros de los locales que se suceden a
ambos lados de la calle. Se disponen a iniciar su juerga del Shabat con
música tecno y rock, mucha cerveza y combinados, en gran parte ya
convenientemente desinhibidos gracias a una marihuana que circula con la misma
intensidad que el tráfico rodado. Ya el jueves había allí atascos de tráfico
bajo los neones que anuncian 'strip-tease espectacular' y 'gogo-girls fascinantes'
en varios idiomas, entre ellos siempre, invariablemente, el ruso. Decenas de
discotecas, bares y restaurantes con música se disputan a los clientes en las
calles del centro de Tel Aviv. Unos abren a las doce de la noche y cierran a
las 12.30 de la mañana siguiente. Otros no cierran jamás.
'La última vez que fui a Jerusalén fue con mis padres,
tendría diez años. No he vuelto. Detesto esa ciudad llena de fanáticos y
derechistas. Allí están los responsables de que no seamos aún un país normal.
De que los jóvenes tengamos casi tres años de servicio militar. Y de que mi
padre tenga que ponerse el uniforme e irse de casa durante mes y medio todos
los años. Son iguales que Arafat'. Quien habla así es Gai, un joven comerciante
de Tel Aviv. Sus amigos asienten. No son pacifistas de los que se manifiestan,
cada vez en menor número, pidiendo la retirada total de los territorios
ocupados.
Están tan despolitizados como la mayor parte de la juventud
en Europa. Son de esa generación que creía que el proceso de paz había abierto
hace una década de forma definitiva la puerta a la normalización de Israel.
Están tan hartos de religión y misticismo como de la religión laica del
sionismo socialista de los fundadores del Estado de Israel. Respetan, dicen, el
arrojo, la entrega y la sobriedad de aquéllos en los kibutz o en la
guerra, pero se niegan a semejantes sacrificios.
Ansían una normalidad que, con el fracaso del proceso de
paz, ven ahora más lejos que nunca. 'Pero eso sí, votaría hoy a Ariel Sharon. A
Peres y a Barak siempre los ha engañado Yasir Arafat', dice Gai. Todos
asienten.
Israel tiene ya una renta per cápita de 21.000
dólares, es una democracia, al menos para sus ciudadanos; es plural; su
población ha crecido espectacularmente gracias a la llegada de más de 900.000
judíos rusos. Con sus casi seis millones y medio de habitantes, de los que el
80% son judíos, más de un tercio de los hebreos del mundo han encontrado una
patria en Israel. Todo judío que se sienta perseguido sabe dónde buscar
refugio. Es casi todo lo que soñaron quienes fundaron este Estado. Menos la
paz. Y por eso todos los éxitos no se perciben y la frustración es inmensa, las
divisiones crecientes y los factores de cohesión se diluyen desde hace más de
dos décadas. Los ortodoxos condenan al sionismo como ideología sin Dios, el
sionismo parece ya vacío de contenido, la izquierda ha perdido sus señas de
identidad, la juventud no religiosa emula en su individualismo consumista a los
jóvenes en los países desarrollados de Occidente. Conviven en Israel judíos de
60 países, etíopes y neoyorquinos, sionistas y haredims (ortodoxos),
ashkenazis y sefardíes, de derechas, de izquierdas o de nada, halcones y palomas, israelíes
de cuarta generación y primera. Cada vez son más débiles los lazos que los
unen. Está, por supuesto, omnipresente el miedo.
La multiculturalidad antes integrada bajo el paraguas del
mandamiento de creación de un Estado judío se ha convertido en factor
disgregador. Los rusos llegados en la pasada década viven entre ellos como los
judíos ortodoxos, ven la televisión rusa y muchos ni hablan hebreo ni parecen
tener intención de aprenderlo. Y los musulmanes israelíes se han unido por
primera vez en medio siglo a la protesta palestina, generando así una
inseguridad sin precedentes. Los ortodoxos ya lograron extorsionar al
Parlamento (Knesset) su exención del servicio militar. Pronto otros grupos
pueden estar en disposición de hacer lo mismo y poner al Estado ante el dilema
de renunciar a la capacidad de defensa o a la democracia.
Como dice el hispanista Ioram Mercer, de la Universidad de
Jerusalén, 'el único factor de unión definitivo es hoy el miedo'. La frase que
más se usa ya en esta sociedad, entre padres e hijos, maridos y mujeres, amigos
y compañeros de trabajo, es la de 'por favor, ten cuidado'. Es un intento de
los individuos de darse seguridad unos a otros porque todo el mundo sabe que la
precaución personal no sirve para evitar ser objeto de un ataque suicida.
Mientras la lucha por la supervivencia directa de pasadas generaciones generaba
solidaridad y militancia nacional, el miedo hoy no llama más que al nicho
personal, familiar o de las diversas subcomunidades. La izquierda con voluntad
negociadora está hundida y Sharon contaría hoy con más votos que en las pasadas
elecciones.
LAS MIL JANUKÁS
Los fundadores del Estado de Israel nunca establecieron unas
claras reglas en las relaciones entre nación, Estado, religión y territorio.
Había, sin duda, tres años después del holocausto y amenazados por los vecinos
árabes, dificultades para hacerlo. Pero todos los males actuales tienen
relación con este hecho, desde la amenaza exterior a la agresión interna por
parte del radicalismo de colonos y ultraortodoxos, hasta el uso y abuso de
religión y nación en litigios de poder. ¿Puede el Estado de Israel ser un país
que viva en seguridad y fronteras reconocidas, en paz con sus vecinos, incluido
el Estado palestino, si cualquier estadista está siempre a merced de quien hace
de la Biblia argumento político, de la religión carta de ciudadanía y de Dios
árbitro de tratados fronterizos? Mañana comienza en Israel - y en las
comunidades judías de todo el mundo- la fiesta de las velas, conocida como la
Januká. Rememora la hazaña de los Macabeos al vencer a los muy superiores
Ejércitos griegos de Siria en el siglo II antes de Cristo. Pero también, para
los judíos religiosos, el milagro que permitió a los vencedores iluminar el
templo durante ocho días con el aceite de una sola jornada. Ocho días de fiesta
y polémica servida. Los sionistas de primera hora quisieron desterrar a Dios y
a los milagros de esta fiesta y conmemorar la confianza en el esfuerzo humano y
en la autodefensa nacional de los Macabeos. En unos colegios se celebrará de
forma religiosa; en otros, con recuerdos a los pioneros sinionistas o fiestas
de discoteca.
Una mujer israelí mira artículos en un supermercado. Fuera
de la tienda, un judío ultraortodoxo. ASSOCIATED PRESS
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