Por HERMANN TERTSCH
El País, Copenhague,
01.10.2000
Soren Kierkegaard, el célebre teólogo y filósofo danés, no
entró en la posteridad precisamente por sus juergas y excesos. Y sin embargo,
tuvo una época alocada en su juventud, aunque, eso sí, por muy elevados
motivos. Su efímera ruptura con la virtud tenía por objeto romper su compromiso
matrimonial con Regine Olsen. Se quería dedicar por completo al conocimiento de
Dios y de su presencia en el mundo. Una y otra vez intentó acabar el noviazgo,
pero siempre se echaba atrás. Y después pasó muchos meses intentando espantarla
para que fuera ella quien lo hiciera. Pero la joven Regina no estaba dispuesta
a dejarse abandonar y aguantaba estoicamente todo hasta que Kierkegaard,
cansado de que ella no se cansara de él, exigió finalmente a la niña el anillo
de compromiso. Ocurrió en octubre de 1841 y fue, por supuesto, un drama además
de un escándalo en la rigurosa sociedad protestante de Copenhague. Kierkegaard
llevaría el resto de su vida el anillo -que enriqueció con cuatro buenas
piedras en forma de cruz-, y el recuerdo infeliz de aquel noviazgo. La relación
de los daneses con la Unión Europea tiene sus paralelismos con aquella
tormentosa relación entre Kierkegaard y Regina. La novia, la Unión Europea,
quiere; el novio (Dinamarca) dice querer (con su adhesión a la CE en 1972),
pero en realidad no quiere tanto (con su rechazo al Tratado de Maastricht en
1992), vuelve a intentar querer pero a su manera (acuerdos de Edimburgo con las
cuatro exenciones para Dinamarca y posterior aprobación del tratado), pero,
después, se da cuenta de que Regina -perdón, la Unión Europea- irrumpiría en su
vida para arrebatarle sus virtudes y su tranquilidad. La novia, por su parte,
lo aguanta todo, hasta el escándalo final. Con el estoicismo que demuestran
ahora los miembros de la Comisión y los Gobiernos de los otros 14 miembros de
la UE. "No pasa nada", dicen, cuando es evidente que sí ha pasado.
Lo de Kierkegaard pudo ser miedo o sentido común, también su
vocación religiosa. En la mayoría de los daneses, su rechazo a la Unión es
miedo, en parte disfrazado de sentido común y esa soberbia que desarrollan los
sectores menos formados y sofisticados de las sociedades ricas. Como en Estados
Unidos o en Inglaterra, en Dinamarca, obreros y campesinos, los jubilados y
hasta los sin techo creen vivir en el mejor de los países posibles.
Es, por tanto, también una fe, aunque sea la del carbonero.
El primer ministro socialdemócrata, Poul Nyrup Rasmussen,
creyó esta pasada primavera que las cosas ya habían cambiado y los daneses
habían comprendido que la adopción de la moneda común no cambiaría porque la
corona está ya, y desde hace casi dos décadas, vinculada en su cotización al
marco alemán y, por tanto, al euro. Se equivocó. Se tiró a la piscina
convocando el referéndum y no había agua, al menos la suficiente para que no se
abrieran la cabeza él y los demás líderes de una clase política en su inmensa
mayoría favorable al euro.
La mayoría surgida el jueves no votaba contra la pérdida de
una autonomía monetaria de la corona que, por lo demás, no tiene. Ni contra el
euro por mucho que lo ridiculizaran y satanizaran a un tiempo en su campaña.
Los sectores pobres, menos ricos y formados, más dependientes a la postre, tienen
miedo a un matrimonio forzoso con países que consideran, con o sin razón, más
pobres, menos formados y más dependientes. Y este miedo los ha llevado a dar la
espalda a los partidos que han votado tradicionalmente. Bastante más de la
mitad del electorado socialdemócrata de Rasmussen ha votado contra él. Una
sólida mayoría absoluta de los daneses ha rechazado una propuesta que apoyaba
nada menos que el 80% de los parlamentarios del Folketing.
El desastre del Gobierno y la oposición conservadora ha sido
mayúsculo. Partidos populistas minoritarios se aprestan a cosechar. Han
triunfado generando miedo. Han impedido la unión. Y con la tranquilidad que da
saber que la Unión Europea no va a exigir la devolución del anillo, como hizo
Kierkegaard.
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