Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
04.11.2000
TRIBUNA
Cambios políticos traumáticos, como golpes de Estado,
revoluciones y derrocamientos, palaciegos o no, suelen ofrecer magníficas
oportunidades para reflexionar sobre la naturaleza humana. Virtudes y miserias,
en la vida cotidiana atemperadas, brotan nítidas de las actitudes de los
individuos. La caída de Milosevic tras la victoria electoral del candidato
presidencial de la coalición Oposición Democrática de Serbia (DOS) no es en
este sentido una excepción. En Belgrado, políticos y militares, policías y
periodistas, funcionarios e intelectuales están en plena lucha por adaptarse a
la nueva situación. Unos lo tienen más difícil que otros; hay muchos casos
trágicos, pero proliferan los grotescos. Son muchos hoy en Belgrado los
interlocutores a los que devora las entrañas la necesidad de justificar su
conducta. En su mayoría son gentes que ahora sufren pensando que fueron
excesivamente sumisos o demasiado entusiastas en su adhesión a Slobo. Quienes
vivieron los cinco o seis años de mayor frenesí pro Milosevic a partir de 1987
saben que tal sentimiento puede ser compartido por la inmensa mayoría de los
serbios adultos. Y, según se van confirmando en los medios de Belgrado las verdades
sobre los crímenes cometidos en nombre de la nación serbia por el aparato del
régimen de Milosevic, se refuerza el sentimiento de la mala conciencia en
aquellos que genuinamente habían creído la propaganda. Hoy ya saben todos que
los generales Krstic y Mladic asesinaron a más de 7.000 hombres musulmanes
desarmados en Srebrenica y que el Ejército mataba a civiles en Kosovo y no sólo
luchaba contra la guerrilla. Otra cosa es que, como sucedió en Alemania después
del nazismo, una mayoría recurra a mecanismos psicológicos para paliar o
reprimir por completo dichos sentimientos.
A los serbios les costará sin duda salir de la cultura del
victimismo nacionalista que los lanzó a la trágica aventura liderada por
Milosevic. Paradójicamente puede ser su nuevo presidente, Vojislav Kostunica,
el hombre ideal en el momento correcto para afrontar esta ingente tarea de
forjar una nueva cultura política y sacar a la sociedad serbia del narcisismo
enfermizo que la ha llevado a ignorar hasta ahora todos los sufrimientos que no
fueran los propios. Kostunica es, como dice Ivan Vejvoda, el director de la
Fundación Sörös en Belgrado, un nacionalista en el sentido en que podía serlo
De Gaulle, pero sus convicciones democráticas, liberales y humanistas
prevalecerán siempre a todas las demás. En este sentido y en referencia a
Kosovo, Vejvoda recuerda que también De Gaulle dijo en su día que Argelia era
Francia y luego le otorgó la independencia. Kostunica puede ser el hombre
profundamente honesto, modesto e íntegro que necesita como ejemplo una sociedad
tantos años secuestrada por un grupo político-mafioso en el que la falta de
escrúpulos era su mayor mérito.
Pero lo realmente conmovedor, cuando no hilarante, son los
denodados esfuerzos de siniestros personajes del régimen, en su día lacayos del
régimen comunista, después entusiastas defensores de la hegemonía racial, el
expansionismo y el lema de muerte al musulmán, por presentarse como impecables
demócratas. Cierto que eso sucede en todas las transiciones y que la indignidad
de estos individuos favorece la caída de las resistencias a la reforma
democrática. Pero la procacidad con que ostentan su supuesto pedigrí de
resistentes ante un interlocutor al que conocen desde hace lustros y que saben
que les conoce es inaudita incluso para quien ha visto las conversiones en masa
en Rumanía o la RDA. Tras cinco años de ausencia forzada de Belgrado, el
visitante es recibido con desagradables abrazos de complicidad y apelaciones a
la amnesia por aquellos que lo difamaron y tanto hicieron por que le fuera
impuesta la prohibición de entrada en el país. La limpieza en el aparato de
Estado serbio ya ha comenzado, y, a más tardar a medio plazo, será el propio
Milosevic el que se siente en el banquillo. La mayoría de los interlocutores se
inclinan a pensar que será en La Haya. Pero estos despreciables aparátchik que
aún andan sueltos por las redacciones de algunos periódicos, seguro que
encuentran acomodo bajo el nuevo poder.
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