Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
11.11.2000
TRIBUNA: ELECCIONES 2000
Parece una mala broma el espectáculo norteamericano al que,
atónito, asiste el mundo desde el pasado martes, miércoles para los europeos.
Exactamente desde que se revelara que todas las cadenas de televisión,
periódicos y sesudísimos institutos se habían columpiado como nunca al anunciar
la victoria de George Bush. Son muchos los que fuera de Estados Unidos ríen la
ceremonia de confusión como un acto supremo de justicia que castiga la
arrogancia desplegada por los bandos en litigio y tradicionalmente por toda la
nación afectada. Aquí, en Panamá, estos días, mientras se prepara la inminente
Cumbre Iberoamericana, como en los países que estarán representados en la
misma, se oye con frecuencia la frase de que "eso les pasa por no dejarnos
participar en la elección del presidente yanqui a los realmente afectados por
la misma, es decir, a nosotros, mexicanos, panameños o colombianos, a los latinoamericanos".
O europeos, cabría decir. También hay en el patio trasero de EE UU una evidente
satisfacción ante las denuncias de irregularidades, chapuzas escandalosas y
falta de fiabilidad en los recuentos que han surgido en ciertos condados del
decisivo Estado de Florida. "Ellos, que se consideran los únicos
legitimados para dar credenciales democráticas a las elecciones en cualquier
punto del universo, mire cómo lo hacen". Las dificultades de los
norteamericanos consigo mismos siempre son bienvenidas en sociedades que nunca
se han sentido tratadas con respeto por el imponente vecino del norte.
La idea de que al final la decisión sobre quién ostenta el
poder supremo sobre la única superpotencia mundial la tendrán tres o cuatro
viudas del condado de Palm Beach en Florida que decidieron votar porque su
bingo habitual había cerrado por obras, puede tener cierta gracia. Pero también
inducir al pánico. En el Renacimiento se elegía con mejor criterio de
integración a los emperadores. Lo hacían unos pocos príncipes. Ahora son unos
pocos jubilados. Que la sociedad norteamericana, en el momento de mayor
bienestar, seguridad e incluso opulencia esté tan dividida ya no es una broma.
Porque es cierto que Al Gore y George Bush han luchado en el centro del
espectro político y que las diferencias más agudas se han visto en la campaña
más en cuestiones de carácter que de contendido. Y los elementos correctores
firmemente asentados en la vida y cultura políticas norteamericanas, así como
la propia realidad, habrían paliado, si no neutralizado, muchas de las
diferencias expuestas. Ni Bush habría podido desentenderse del todo de la
cooperación internacional en zonas de conflicto ni Gore habría hecho más que
Clinton -es decir, nada- por evitar que algunos Estados como el que gobierna su
rival parezcan querer terminar con la saturación penitenciaria por la vía más
expeditiva y siniestra.
Pero el enfrentamiento entre los bandos republicano y
demócrata ha alcanzado un grado de crispación y hostilidad mutua con poco
precedente. La democracia norteamericana siempre ha dado pruebas de gran
madurez en la cooperación entre los dos grandes partidos cuando lo requería el
interés de la nación. Pero ya desde la llegada de Newt Gingrich como caudillo
republicano al Congreso, y especialmente durante el impeachment de
Clinton por el caso Lewinski, se vio que eran muchos los puentes de
diálogo que estaban siendo dinamitados. La violencia retórica de estos días,
después de las elecciones, puede por ello ser un grave punto de inflexión en la
tradición política norteamericana. Si cuando el 17 de noviembre próximo acabe
el recuento del voto por correo persiste la voluntad de luchar por unos votos
ante los tribunales, el nuevo presidente, sea quien fuere, apenas tendrá tiempo
para montar su equipo. Estas semanas (o meses) se convertirán en un terrible
lastre para su autoridad, credibilidad y apoyo social. Aquí se rompe la regla
de algunos de que lo malo para Washington tiene que ser bueno para otros. Sería
malo para todos. Si los dos candidatos ya no eran de por sí el ideal de
presidente de la mayoría de norteamericanos y ciudadanos del mundo, en dichas
circunstancias lo deseable sería esconderse hasta que concluyera su mandato.
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