jueves, 4 de mayo de 2017

NADA SERIO, PERO SÍ MUY GRAVE

Por HERMANN TERTSCH
El País  Sábado, 11.11.2000

TRIBUNA: ELECCIONES 2000

Parece una mala broma el espectáculo norteamericano al que, atónito, asiste el mundo desde el pasado martes, miércoles para los europeos. Exactamente desde que se revelara que todas las cadenas de televisión, periódicos y sesudísimos institutos se habían columpiado como nunca al anunciar la victoria de George Bush. Son muchos los que fuera de Estados Unidos ríen la ceremonia de confusión como un acto supremo de justicia que castiga la arrogancia desplegada por los bandos en litigio y tradicionalmente por toda la nación afectada. Aquí, en Panamá, estos días, mientras se prepara la inminente Cumbre Iberoamericana, como en los países que estarán representados en la misma, se oye con frecuencia la frase de que "eso les pasa por no dejarnos participar en la elección del presidente yanqui a los realmente afectados por la misma, es decir, a nosotros, mexicanos, panameños o colombianos, a los latinoamericanos". O europeos, cabría decir. También hay en el patio trasero de EE UU una evidente satisfacción ante las denuncias de irregularidades, chapuzas escandalosas y falta de fiabilidad en los recuentos que han surgido en ciertos condados del decisivo Estado de Florida. "Ellos, que se consideran los únicos legitimados para dar credenciales democráticas a las elecciones en cualquier punto del universo, mire cómo lo hacen". Las dificultades de los norteamericanos consigo mismos siempre son bienvenidas en sociedades que nunca se han sentido tratadas con respeto por el imponente vecino del norte.
La idea de que al final la decisión sobre quién ostenta el poder supremo sobre la única superpotencia mundial la tendrán tres o cuatro viudas del condado de Palm Beach en Florida que decidieron votar porque su bingo habitual había cerrado por obras, puede tener cierta gracia. Pero también inducir al pánico. En el Renacimiento se elegía con mejor criterio de integración a los emperadores. Lo hacían unos pocos príncipes. Ahora son unos pocos jubilados. Que la sociedad norteamericana, en el momento de mayor bienestar, seguridad e incluso opulencia esté tan dividida ya no es una broma. Porque es cierto que Al Gore y George Bush han luchado en el centro del espectro político y que las diferencias más agudas se han visto en la campaña más en cuestiones de carácter que de contendido. Y los elementos correctores firmemente asentados en la vida y cultura políticas norteamericanas, así como la propia realidad, habrían paliado, si no neutralizado, muchas de las diferencias expuestas. Ni Bush habría podido desentenderse del todo de la cooperación internacional en zonas de conflicto ni Gore habría hecho más que Clinton -es decir, nada- por evitar que algunos Estados como el que gobierna su rival parezcan querer terminar con la saturación penitenciaria por la vía más expeditiva y siniestra.

Pero el enfrentamiento entre los bandos republicano y demócrata ha alcanzado un grado de crispación y hostilidad mutua con poco precedente. La democracia norteamericana siempre ha dado pruebas de gran madurez en la cooperación entre los dos grandes partidos cuando lo requería el interés de la nación. Pero ya desde la llegada de Newt Gingrich como caudillo republicano al Congreso, y especialmente durante el impeachment de Clinton por el caso Lewinski, se vio que eran muchos los puentes de diálogo que estaban siendo dinamitados. La violencia retórica de estos días, después de las elecciones, puede por ello ser un grave punto de inflexión en la tradición política norteamericana. Si cuando el 17 de noviembre próximo acabe el recuento del voto por correo persiste la voluntad de luchar por unos votos ante los tribunales, el nuevo presidente, sea quien fuere, apenas tendrá tiempo para montar su equipo. Estas semanas (o meses) se convertirán en un terrible lastre para su autoridad, credibilidad y apoyo social. Aquí se rompe la regla de algunos de que lo malo para Washington tiene que ser bueno para otros. Sería malo para todos. Si los dos candidatos ya no eran de por sí el ideal de presidente de la mayoría de norteamericanos y ciudadanos del mundo, en dichas circunstancias lo deseable sería esconderse hasta que concluyera su mandato.

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