Por HERMANN TERTSCH
El País Martes,
04.12.01
COLUMNA
Está acabado. Nadie duda ya sobre la suerte de un régimen
talibán en Afganistán al que algunos aún hace unas semanas otorgaban el poder
de provocar un gran incendio de odio, revueltas e ira antioccidental en el
mundo islámico con consecuencias universales. Nada de lo anunciado ha
acontecido. Ni el mundo islámico se ha lanzado contra Occidente ni hay guerra
de civilizaciones como tantos desean para corroborar sus tesis.
La guerra en Afganistán -¡qué se le va a hacer!- está
cumpliendo sus objetivos. Mal que le pese a muchos, los muertos civiles todos
saben hoy que la superpotencia norteamericana está, por primera vez desde
Vietnam, decidida a aceptar sus propias bajas militares en el campo de batalla
a cambio de mayor seguridad para su vida civil y la de las demás democracias.
Todos debieran saber que ha muerto la doctrina del menor esfuerzo en la
intervención exterior, esbozada en su día por quien hoy es un muy sereno líder
de la diplomacia norteamericana, Colin Powell.
Washington tiene que cambiar mucho más de lo que ha hecho.
Su abandono claro del aislacionismo tiene que llevarnos a una renuncia del
unilateralismo que surge aún por todas las fisuras de su discurso. Bush tiene
que ser consciente de que el 75% del globo le exige la misma reciprocidad que
demandamos a las comunidades islámicas en lo que respecta a la tolerancia hacia
los principios y aceptación de las reglas existentes en las sociedades que han
decidido declararse sus aliados.
Pero pasemos al invitado obligado a esta gran kermesse del
orden político común y reglas compartidas. Irak es un régimen insostenible
tanto para el mundo árabe, para el universo islámico y para las ambiciones
democráticas de todos. No sólo ha insistido en su continuo rearme de armas de
destrucción masiva después de que los inspectores de las Naciones Unidas
salieran de allí de forma más bien indigna. La producción de armas químicas y
biológicas es una obsesión de Sadam. En ello gasta el dinero que debiera llegar,
gracias a los acuerdos del Consejo de Seguridad, para aliviar los sufrimientos
de la población civil iraquí. Pese a todas las iniciativas de buena voluntad
lanzadas desde Nueva York, Irak sigue siendo un enemigo a muerte de todas las
iniciativas de apertura, tan necesarias ellas, en los países islámicos de su
entorno, una cuña que diariamente refleja el éxito de la satrapía y la feliz
resolución para sus intereses de los conflictos que genera.
Cierto es que diez años después de la guerra del Golfo todos
podemos presumir de ser más sabios. Y que las circunstancias de antaño
recomendaban aquellas reservas que mantuvieron a Sadam Husein en el poder, por
el potencial de peligro de una eventual dinamitación de la unidad territorial
iraquí y consiguiente desestabilización del aliado turco entre otros muchos
factores.
Hoy sabemos que estos diez años de embargo a Irak y los
bombardeos selectivos sólo han producido sentimientos de agravio en el mundo
musulmán y han convertido al verdugo de la nación iraquí en la víctima de una
supuesta estrategia occidental pérfida antiárabe y antimusulmana. El embargo es
contraproducente, cruel y necio. Está claro desde hace años.
Sabemos que esta deriva, fomentada por un amor
incomprensible a los hechos dados o a una intolerable falta de energía para
revisar decisiones erróneas anteriores sólo ha alimentado a los enemigos del
mundo que funciona, pese a quien pese, que es el occidental. Este mundo se
puede permitir fuerzas internas que lo niegan y quieren destruirlo, mientras
otros no pueden tolerar en su seno el mínimo de disidencia sin verse abocados a
la catástrofe del enfrentamiento civil. Pero los socios demócratas han de ser
socios y los buenos amigos también increpan, conminan y dan malas noticias. A EE
UU y a Israel.
Cuando Israel y los territorios desgraciadamente aún
ocupados rezuman casi más sangre que nunca y no podemos siquiera imaginar la
tragedia con la que desayunaremos mañana, hay muy pocas certezas de las que
echar mano. Está claro que el primer ministro israelí Ariel Sharon es un
elemento de guerra, está claro que Yasir Arafat ha apostado por una hipócrita
estrategia de liquidación sistemática de su promesa de respetar el derecho de
Israel a su existencia. Las alianzas entre Hamás, Yihad y Al Fatah lo
confirman. Porque Arafat puede tener desobedientes en sus filas, pero se le
puede exigir tanto celo en la custodia de las bombas como tiene en la de las
subvenciones.
Vuelta a Irak. Sin un régimen en Bagdad que sea mínimamente
amable a una solución del conflicto israelí-palestino, nadie puede esperar que
Siria u otros acepten unos hechos, la propia existencia de un Estado judío,
cuyo cuestionamiento sólo puede interpretarse por parte de las democracias
como casus belli.
Sharon no puede seguir con su escalada suicida porque las
democracias no han de permitirle que las arrastre a un desastre. Pero,
imponiendo su agenda, EE UU, Europa y Rusia, y también China, deben imponer su
propia agenda conjunta para neutralizar esa orgía de venganza que nos sume en
la espiral de muerte. Pero Bagdad ha de caer. Sadam Husein no puede salir de la
actual crisis indemne como los talibanes no podían sobrevivir a la suya. No lo
harán. Las decisiones a tomar son difíciles y tendrán inmensos costos. Pero
serían mayores los que habría que pagar de no tener muy clara esta obviedad
todos los que luchan por un mundo mejor.
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