Por HERMANN TERTSCH
El País Viernes,
20.04.01
COLUMNA
Nadie podrá negar la pertinencia de al menos esporádicos
arrebatos de melancolía cuando se analiza la situación mundial actual y se
compara con aquella que creíamos triunfadora en el buen talante hace una
década. El mundo parecía haber hallado su senda en la buena sociedad. Los
crímenes y abusos, omnipresentes en el siglo pasado, se antojaban condenados.
Las verdades universales de la democracia, de la comprensión de los intereses
de los Estados y la indulgencia ante las imperfecciones del prójimo inducían al
respeto. Creímos tener un lenguaje común en el que resolver los problemas de un
mundo cada vez más diminuto y por tanto compartido.
Los niños que nacieron entonces siguen siendo niños. Los
ancianos de aquella época siguen en su inmensa mayoría vivos. Y, sin embargo,
el panorama internacional se ha transformado en esta década de forma brutal,
más, si cabe, que en el sangriento paréntesis que llevó a Europa desde la
batalla de la Montaña Blanca a la Paz de Wesfalia. Diez años de paz -relativa-
han sido más traumáticos que la famosa Guerra de los Treinta Años. Entonces, un
joven emperador logró establecer un orden mundial respetado. Hoy, un emperador
para nada comparable, George W. Bush, está a punto de destruir para las
generaciones futuras, en un efímero mandato -igual da que tenga un tramo o
dos-, el mínimo orden necesario para el respeto a quienes nos sucedan en el
usufructo de este planeta.
No se trata sólo de los esfuerzos responsables de frenar la
autodestrucción de nuestro único entorno disponible para la supervivencia.
Porque el desprecio mostrado hacia el Tratado de Kioto, por imperfecto o poco
realista que fuera, no es más que un síntoma más de esa gangrena de solipsismo
e ignorancia cósmica que rezuman Bush y compañía sobre las inquietudes de la
mayoría de individuos y naciones. En todas las culturas ha regido la máxima
teórica de que el más poderoso ha de ser el más responsable. Ya no. El
desprecio a los temores de amigos y adversarios no suele generar armonía en el
propio entorno. Dice ese diplomático que piensa que es Carlos Alonso Zaldívar
que nadie se ha hecho tantos enemigos en tan poco tiempo como Bush. Cuando no
se han cumplido aún cien días de la Administración del jovial tejano, lo que
está claro es que Washington ha logrado generar más animadversión hacia Estados
Unidos que nadie en su puesto en un siglo.
Unos dicen que es su tono; otros, que es el talante, y
muchos, que es su naturaleza. Pero entre los aliados de EE UU, incluido el
socio especial que es el Reino Unido, es difícil encontrar a alguien que hable
bien de esta Administración y no tema las consecuencias, unas previsibles y
otras no. El cielo internacional se oscurece. Rusia es ya, con el celebrado
Putin, una dictadura con elecciones que se ha enfadado con los planes
norteamericanos de olvidar el acuerdo sobre sistemas antimisiles (ABM). En
Oriente Próximo, Bush no busca soluciones ni moderación. Delega la creación de
realidades consumadas a personajes que son menos políticos que pistoleros. Con
China, uno de los Estados de peor calaña hacia sus ciudadanos y sus vecinos,
Bush echa pulsos absurdos, peligrosos, incluso cuando tiene razón. Y crea
complicidades entre Moscú y Pekín, operación poco inteligente, cabe decir. En
Latinoamérica, Washington lanza una cruzada para minar los intereses europeos
en ese subcontinente. ¡Vaya balance provisional!
La provocación sistemática a amigos y adversarios se percibe
ya como norma en su política. Quienes apostaban por la moderación de Bush
inducida por asesores y un establishment poco ideológico están siendo
desmentidos. El lema es el de 'u obediente o te atropello'. Mal lema para hacer
amigos. La arrogancia es impermeable a la mesura. Se disparan las alarmas y las
suspicacias. Se laminan cooperaciones. Cien días hacen temer que con la
confesión electoral de Bush de que ha cometido errores no se refería
exclusivamente a sus alocadas épocas juveniles.
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