Por HERMANN TERTSCH
El País Domingo,
04.11.01
REPORTAJE
El Gobierno de Berlín está decidido a jugar un papel
protagonista en la actual crisis mundial y su resolución
El canciller federal alemán, Gerhard Schröder, defendía hace
unos días en la capital de India, Nueva Delhi, el desmantelamiento de las
barreras comerciales y mencionó especialmente las que impiden el acceso a los
mercados ricos a los productos agrícolas del Tercer Mundo. Ante el presidente
indio, Vajpayee, dijo que Berlín estaba volcada en esta política, pero que
tenía serias dificultades con algún socio comunitario. La clara referencia a
Francia, su otrora más estrecho aliado en la Unión Europea, no pasó
inadvertida.
Un día antes había ofrecido Schröder firme asistencia al
régimen militar del general Musharraf en su papel de Estado fronterizo con el
régimen talibán, y poco antes, confirmado una alianza política y de
seguridad de facto con el presidente ruso, Vladímir Putin.
Finalmente, en Pekín, Schröder concluyó una insólita gira por cuatro potencias
nucleares, dos dictaduras, un régimen autoritario y una democracia oficial
nacionalista, que habría sido impensable para un canciller alemán hace sólo
unos años.
Ni siquiera Helmut Kohl se habría permitido en sus años de
mayor gloria una gira semejante. Por temor a las iras externas hacia una
Alemania prepotente e independiente en su política exterior, e internas por el
contacto sin complejos con regímenes no democráticos, con los que, según
tantos, un Estado con un pasado como el alemán no podía ser sino conminativo.
La guerra fría comenzó a disolverse cuando lo anunció Willy Brandt, allá, a
finales de la década de los ochenta, aún bastante antes de que el mismo
legendario líder socialdemócrata saludara el proceso histórico de la
reunificación alemana como 'la vuelta a la unidad de lo que debe estar unido'.
Después se ha producido un lento proceso de aseveración de
intereses propios de Alemania, al principio casi imperceptible, después con
creciente rotundidad y firmeza. Ha despertado en parte sorpresa y en muchas
ocasiones temor y reticencias entre sus aliados europeos. Los miedos a una
Alemania unida y grande han sido para muchos líderes europeos desde la
posguerra hasta hoy el eje del pensamiento político. Muchos de los que
recuerdan como una pesadilla una Alemania segura de sí misma y con voz propia
fuera de la estricta cooperación europea siguen en activo. En Berlín lo saben,
pero ya no se teme allí tanto a los temores ajenos, como le pasaba a la
República de Bonn y a todos los políticos alemanes que vivieron de forma
consciente la Segunda Guerra Mundial.
Schröder ha viajado a Asia y, salvo las alusiones más o
menos de rigor a la Unión Europea, ha hablado de Alemania y por Alemania. Y su
Gobierno de coalición entre socialdemócratas y Los Verdes ha aceptado con una
naturalidad excepcional, valga la paradoja, su intención de apoyar a Schröder
en su proclamación de 'apoyo incondicional' a la política que Estados Unidos
asumiera y asuma después de lo acaecido el 11 de septiembre. Cheques en blanco
de este tipo en tiempos y cuestiones de guerra habrían sido impensables en
Alemania aun en tiempos recientes. Berlín aportará fuerzas militares, en
principio logísticas y sanitarias, pero también materiales, a una guerra que
será larga y cuyo principal escenario está hoy precisamente enquistado cabe
decir entre los cuatro destinos de la gira de Schröder.
Alemania está decidida a implicarse en una guerra en Asia,
por decisión unánime de un Gobierno de coalición de socialdemócratas y
ecopacifistas, con el apoyo de la mayoría de la población y un disenso que se
limita a voces discordantes minoritarias en Los Verdes y a los ex comunistas
del PDS. Ni Bismarck, de haberlo querido, -nunca quiso, en realidad- habría
tenido apoyos para acciones semejantes. Y eso que en su época nadie podía
remitirse a la mala conciencia o nefasta experiencia nacional para luchar
contra una implicación alemana en una intervención militar a miles de
kilómetros de sus fronteras.
Schröder ha estado en Pakistán y en India, en Rusia y en
China, como dirigente nacional, defendiendo una coalición internacional contra
el terrorismo en la que se considera ya mucho más que un aliado más. Pese a que
su economía ha entrado en una coyuntura muy difícil, dramáticamente afectada ya
por los sucesos del 11 de septiembre, el Gobierno de Berlín parece decidido a
jugar un papel protagonista en la crisis y en su resolución, asumiendo unos
riesgos que ningún Gobierno previo de la Alemania democrática habría sido
capaz, ni estado dispuesto, a asumir. Si la guerra no es popular en ningún
sitio, menos aún en Alemania, donde hace dos décadas las manifestaciones de los
que declaraban que preferían cualquier alternativa a la misma estuvieron a
punto de crear una grave fisura en la OTAN con motivo del despliegue de misiles
de la OTAN al que antes había acometido el Pacto de Varsovia.
Los analistas y sociólogos coinciden en que los alemanes de
hoy poco tienen que ver con los de entonces, tanto en su actitud política, en
su visión del mundo y percepción de sí mismos como alemanes. La normalización alemana
ha llegado incluso a Los Verdes, hijos precisamente de la excepcionalidad de
esta nación en Europa durante medio siglo tras la Segunda Guerra Mundial.
Gerhard Schröder y Joschka Fischer, dos líderes muy peculiares de unos
partidos, SPD y Verdes, cuyas bases están muchas veces más lejos de ellos que
ellos entre sí, han recreado una política exterior de autoafirmación nacional y
alianza con Estados Unidos sin precedentes. Si Kohl aún viajaba a Washington
como afable protegido, ellos acuden como aliados celosos, ya dispuestos a
disputar al Reino Unido su papel como máximo socio europeo, cuando no mundial.
La gira de Schröder ha sido la máxima expresión hasta ahora de la nueva
Alemania de asumir un protagonismo en la globalización que defienda los valores
compartidos con Estados Unidos, pero también sus propios intereses nacionales.
La Alemania disuelta en Europa es ya menos cierta que nunca.
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