Por HERMANN TERTSCH
El País, Madrid,
06.07.01
REPORTAJE
Seis años después de ser acusados, los cómplices de
Milosevic en Bosnia están acorralados en sus escondites
Radovan Karadzic, estudiante chivato en su juventud que
delataba a los disidentes en la Universidad de Sarajevo, psiquiatra enloquecido
que ha buscado excusas intelectuales, culturales y etnológicas para explicar y
justificar la muerte de muchos niños, ancianos y mujeres, cuyas cabezas
abiertas apestaban el ambiente de la morgue del hospital general de Sarajevo en
el verano de 1992, parece ya tener un pie en La Haya. Como el patético Slobodan
Milosevic, que respondía con un 'es su problema' a las preguntas del juez del
tribunal de la ONU. Milosevic se equivoca. El problema es suyo. Si no se pone a
buscar estratagemas para defenderse de las acusaciones que le acosan y acusan,
jamás volverá a ser un hombre libre.
La detención de Milosevic ha desencadenado una catársis que,
muchos no se acuerdan, muchos quieren negar, pero que puede alcanzar a muchos
de los asesinos de la última década que aún andan impunes en la región. Los
primeros en la lista son Radovan Karadzic y Ratko Mladic, los dos grandes
responsables, el político y el militar, de la consumación en Bosnia de la mayor
matanza de civiles habida desde las masacres nazis en el este de Europa durante
la Segunda Guerra Mundial. Malo es sin duda que seis años después del anuncio
del procesamiento de estos dos siniestros personajes, ambos siguieran en libertad,
mejor dicho al libre albedrío. Porque todos decían buscarles. Y nadie los quiso
encontrar.
En 1992, Misha Glenny, otrora corresponsal jefe de la BBC,
acudió a Knin con este corresponsal de EL PAÍS a una entrevista con Mladic,
omnipotente jefe militar de la maquinaria entonces exterminadora del ejército
serbio en Croacia. Al periodista español le fue vetada la entrada al cuartel
general. Glenny se encontró a las ocho de la mañana con el gran general Mladic.
Éste le invitó a un aguardiente domacna (casero). Glenny quería
negarse por la resaca que llevaba desde la noche anterior en Zagreb. Pero
aceptó. Felizmente. Porque lo primero que le dijo Mladic después de beber el
insoportable aguardiente fue: 'Habría tenido que ejecutarle si hubiera
rechazado mi domacna'. Es un hombre campechano este general, cuya
hija se suicidó en Belgrado al no poder soportar las miserias del padre. Dicen,
además, que Mladic está dolido por la muerte de la hija que era la niña de sus
ojos. Las demás niñas no parecían importarle, bosnias, croatas, musulmanas o
kosovares. Ni serbias.
Karadzic fue siempre lo que había sido en un principio, es
decir un delator, un hombre obsesionado por sobrevivir a sus incapacidades por
los medios necesarios por ruines que fueran y un colaborador servil del poder
existente. Lo despreciaron aquellos medios intelectuales de Sarajevo a los que
quiso en su día pertenecer. No lo perdonó. Su odio a la sofisticada sociedad de
Sarajevo lo convirtió en motor de su ofensiva del medio rural serbio contra las
ciudades, Sarajevo, Tuzla, y finalmente Srebrenica.
Mladic era un militar que creyó en un principio en el
proyecto nacional de unidad serbia, la Gran Serbia, que suponía el hundimiento
de la Yugoslavia federal. Acabó matando más que el general Yagüe. Sus palabras
a los detenidos en Srebrenica, garantizándoles seguridad, cuando sus tropas
estaban ya prácticamente levantando las fosas comunes para los ocho mil hombres
que ordenó ajusticiar, pasarán a la historia de la ignominia del Siglo XX. Pero
dicen en Belgrado que Mladic se quiere entregar aún más que Karadzic, y contar
su historia. Para Milosevic, que contaba con sus silencios cómplices, es una
mala noticia. Los dos verdugos sucedáneos piensan que no tienen otra salida que
la rendición. Es un logro memorable de la comunidad internacional haber
convencido a estos personajes de que no tienen opción.
Ambos, a pocos le quedan muchas dudas al respecto, acabarán
en La Haya en un banquillo. Pocos piensan a su vez que Karadzic, una vez preso,
haga declaraciones fulminantes contra su mentor, instigador y organizador de la
gran orgía de muerte que fue la guerra en Bosnia. Ahora la orgía de
declaraciones parece servida.
El presidente serbobosnio, Karadzic (a la izquierda), y el
jefe del Ejército, Mladic, en 1995. REUTERS
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