Por HERMANN TERTSCH
El País Domingo,
08.10.2000
LA TRANSICIÓN EN YUGOSLAVIA
El líder serbio hipnotizó a su país con un mensaje
nacionalista excluyente que ha sembrado de cadáveres los Balcanes
Su rostro, visto el viernes en primer plano en la televisión
serbia durante su encuentro con el ministro de Exteriores ruso, Ígor Ivanov,
parecía la imagen misma de la ruina. Era una cara cansada, enferma, quizás
sedada, pero sin el menor atisbo de emoción. En situación similar, en la
postración de la derrota tras la terrible caída desde las alturas de la
omnipotencia, su antecesor como máximo sátrapa balcánico europeo, Nicolae
Ceausescu, al menos había mostrado ira, desprecio hacia quienes le habían
traicionado y afecto hacia su mujer y cómplice en aquel último célebre gesto de
consuelo a Elena cuando ambos iban a morir. Algo de humanidad al cabo. Slobodan
Milosevic, ya depuesto como caudillo de Serbia y Yugoslavia, sin esperanzas
reales de ser ya sino un reo, un fugitivo o un exiliado, no mostraba emoción
alguna. Alguien estudiará algún día el cuadro psicopatológico de este hombre sin
amigos, que sólo escuchaba consejos de su mujer, algunos dicen que órdenes, y
al que nadie conoce otro interés que el poder en sí mismo. Y muchos intentarán
explicar cómo el que fuera un gris funcionario de la banca llegó a hipnotizar a
partir de 1987 a la nación serbia y la convenció para que le apoyara en cuatro
guerras de agresión en una década hasta dejar al país en la miseria. Quienes vieron
el jueves las manifestaciones multitudinarias en Belgrado cantando "Slobo,
suicídate", pueden quizás olvidar la concentración aún mayor habida en
Kosovo en 1989 en la que Milosevic anunciaba la guerra para reconquistar
"lo que los serbios siempre pierden en la paz" y los vítores de las
masas al gran liberador. "Todos moriríamos por él", se oía decir a
hombres y mujeres, y no sólo en los primeros años. También cuando después de
tres guerras los secuaces de Milosevic habían sembrado de fosas comunes gran parte
de los Balcanes.
Slobodan Milosevic nació en Pozarevac, una ciudad pequeña
cercana a Belgrado, el 20 de agosto de 1941, durante la ocupación nazi de
Yugoslavia. Su padre era profesor de teología, su madre una maestra
furiosamente comunista. El padre abandonó a la familia y se suicidó poco
después. Doce años más tarde sería la madre la que se quitaría la vida. Se casó
muy joven con su novia de la adolescencia, Mirjana Markovic, hija de una
familia de comunistas influyentes, pese a que la madre fuera fusilada por los
partisanos de Tito como sospechosa de haber colaborado con los nazis. Dos
vidas, por tanto, con ascendentes traumáticos se unían así en un matrimonio que
ha funcionado como un perfecto tándem en la carrera hacia el poder y el
mantenimiento del mismo. Hasta esta semana.
Milosevic fue subiendo peldaños como apparátchik protegido
por el presidente de la Liga de los Comunistas Serbios, Ivan Stambolic, hasta
que llegó el día en que se sintió con fuerzas de derribar a su mentor. Trece
años después, en septiembre pasado, Stambolic desapareció sin dejar rastro. El
entorno del viejo Stambolic no alberga dudas de que la orden de secuestrarle y
probablemente matarle partió de quien había sido su protegido. Pero los
cadáveres dejados por el camino por Milosevic se cuentan por centenares de
miles.
En 1989, cuando los regímenes comunistas de Europa central y
oriental caían uno tras otro, el líder serbio fue capaz como ningún otro en la
región de ofrecer al aparato comunista una alternativa ideológica, el nacionalismo,
para mantener una legitimidad entre las masas que con la marxista-leninista ya
era insostenible. Los elementos existían. Eran los resentimientos interétnicos
de la región, reprimidos pero no superados bajo Tito, y los agravios generados
en la federación yugoslava a Serbia, que, siendo la mayor república, no tenía
mayor peso que las demás. Milosevic tenía el mensaje y llegado al poder se
encargó de que fuera el único, con la depuración sistemática de todos aquellos
en los medios de comunicación y la Administración que no se adhirieran a su
campaña para la hegemonía política, económica y étnica de los serbios, primero
en Kosovo, después en toda Yugoslavia. Sabía que el Estado federativo no
sobreviviría a esta política. Pero jamás le importó. En perfecta sintonía con
su mujer, se erigió en caudillo del despertar nacional serbio mientras ella,
profesora de marxismo-leninismo, conseguía la adhesión inicial de los viejos
comunistas yugoslavistas en el Ejército al proyecto nacionalista de venganza
histórica contra los pueblos vecinos y a la conquista territorial para la
creación de un nuevo Estado, étnicamente puro, que se extendería por todos los
territorios ex yugoslavos con presencia serbia. El mensaje decimonónico y
sentimental de la nación unida en origen y destino, en lucha contra el enemigo
exterior, cuajó en la sociedad serbia. Y sus efectos sobrevivirán a Milosevic.
Pero Milosevic, al contrario que el caudillo croata Franjo
Tudjman, que se creía sus soflamas sobre el pueblo elegido, ha sido siempre tan
poco nacionalista como comunista, budista o monje trapense. Su única ideología
ha sido siempre el poder. Por eso jamás le costó, tras sucesivas derrotas en
Eslovenia, Croacia, Bosnia y Kosovo, hacer cargar con las consecuencias de sus
errores a su propio pueblo. Porque la vida de un serbio, de los muchos que han
caído por su culpa, le importan tan poco como las vidas de los croatas, bosnios
o albaneses que mandó matar.
Dice el embajador estadounidense Max Zimmermann, que le
trató mucho, que no cree posible que exista nadie que mienta con semejante
frialdad y procacidad. También hay que reconocer que durante años muchos se
dejaron engañar por él, y no sólo la gran mayoría de los serbios, sino también
los diplomáticos y dirigentes occidentales. El viernes apareció en televisión
para felicitar al nuevo presidente, Vojislav Kostunica, al que hace unos días
llamaba lacayo de Occidente y traidor a la patria. Dice que quiere dedicarse
más a su familia y que seguirá en política. Lo segundo es un deseo que es de esperar
los serbios sepan evitar. Y a su familia se ha dedicado siempre. Su hijo Mirko
ha amasado una fortuna como uno de los capos de la mafia creada por
el sátrapa para pagar lealtades.
Ahora Milosevic parece sugerir que deja el poder y que no
pasa nada. Vuelve a mentir. Su presencia en libertad en Serbia es incompatible
con una transición democrática y un insulto a sus víctimas. El único destino
justo para él es el banquillo de los acusados ante un tribunal. Eso en caso de
que pueda soportar la pérdida del poder, lo único que ha querido siempre, y no
decida que, sin éste, su vida no vale la pena.
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