Por HERMANN TERTSCH
El País Domingo,
08.04.01
ENTREVISTA
El pensador italiano Giovanni Sartori, el 'príncipe' de la
ciencia política de la izquierda liberal de Europa, sostiene que la llegada
incontrolada de inmigrantes que no quieren integrarse supone un riesgo para el
pluralismo y la democracia.
Giovanni Sartori ha estado en Madrid presentando lo que no
sólo él llama un panfleto en el mejor sentido del término fraguado en el siglo
XVIII. Es un análisis lúcido, político y sociológico, que concluye en lo que
supone un apéndice provocador y refrescante, para muchos muy cuestionable o
condenable incluso, en todo caso controvertido. Es un libro-panfleto breve que
habrá de tener en cuenta, le guste o no, todo aquel que realmente piense en
serio sobre el mayor reto para las sociedades desarrolladas en las próximas
décadas, la inmigración o la incursión descontrolada de personas de culturas
diferentes o antagónicas que buscan un porvenir en un medio social que les es
ajeno, siempre difícil y que muchas veces consideran hostil.
Este liberal de izquierdas de quien mucha izquierda abomina,
dice muy claramente lo que tantos otros piensan difusamente y no se atreven a
formular por miedo a ser tachados de desviacionistas, reaccionarios o incluso
racistas. Hoy que tantos temen pecar de incorrección política y ser condenados
al ostracismo político e intelectual por opiniones que no concuerdan con las
verdades al uso, Sartori vuelve a mostrarse como el pensador valiente que
siempre ha sido. Dicen algunos que demasiado valiente para ser consistente. Es
posible. En todo caso, sin él u otros como él, el debate sobre la sociedad
moderna en general, y en este caso sobre la inmigración en particular, sería
más triste, sumiso y romo. Por eso es siempre de interés leerle y, para quienes
hayan tenido la suerte de poder hacerlo, un lujo escucharle. Es tan difícil
terminar una conversación con Sartori como empezarla. Cualquier referencia lo
lanza a un discurso lúcido, pletórico de sentido del humor, ironía y
complicidad y brillantez en la exposición de sus reflexiones sobre las fórmulas
de coexistencia humana en lo que llama 'la buena sociedad'.
Pregunta. Profesor Sartori, llama un poco la atención
el hecho de que el cardenal Biffi, de Bolonia, provocara un inmenso revuelo con
sus manifestaciones sobre la conveniencia de fomentar una inmigración cristiana
y prevenir la musulmana. Hablaban de cruzadas fundamentalistas del Vaticano y
todo tipo de razones aviesas. Usted, en su nuevo libro, viene a defender la
misma tesis. Con usted se meten mucho menos. ¿Por qué?
Respuesta. Pues probablemente porque el cardenal es más
importante que yo.
P. No me sea usted modesto.
R. Siempre hay que intentarlo. Yo creo que es difícil
de explicar en cuanto a las diferencias. Yo no estoy de acuerdo con Biffi en
que hay que preferir a unos inmigrantes cristianos a unos musulmanes. Eso es un
criterio religioso que yo respeto, pero no puedo compartir. Yo hablo desde un
punto de vista absolutamente laico. En términos culturales. En cuanto al
argumento de que la civilización occidental y el islam actual son
fundamentalmente incompatibles, creo que es cierto y estoy dispuesto a
defenderlo. Pero no creo que nuestro argumento, el de Biffi y el mío, sean el
mismo. No creo que él y yo estemos defendiendo la misma sociedad; él defiende
la sociedad cristiana; yo, la que llamo la 'buena sociedad', la sociedad
pluralista. Lo que pasa es que en ciertos puntos estamos de acuerdo, porque las
bases históricas y culturales de las que parte son correctas. Las premisas son
muy diferentes, así como las perspectivas. Yo parto de unas premisas políticas
y éticas, pero laicas, y él es un católico.
P. Pero usted habla en todo caso de diferentes
religiones y culturas del mundo que son más integrables que otras en nuestra
sociedad occidental, en la sociedad abierta de que hablaba Popper, aunque en su
época, cuando fraguó el término de la sociedad abierta, nadie se enfrentaba a
estos desafíos actuales.
R. Entonces no existían tales problemas. En todo caso,
si usted habla de religión, hay diferencias. La comunidad pluralista es para mí
esa 'buena sociedad' que se caracteriza por que, dentro de la diversidad,
genera consenso e integración. Si nuestra civilización, la democrática liberal,
se basa en convicciones realistas que preceden a las construcciones
constitucionales y que son, por medio de la tolerancia, la columna vertebral de
nuestro sistema de creencias. Este sistema es hoy perfectamente ajeno a las
creencias religiosas. Con esta premisa, digo que las dos cuestiones están en
plantearse si los inmigrantes que llegan desde el sur a Italia y España son
gentes fáciles de integrar y, sobre todo, si tienen la voluntad de integrarse.
Yo creo que no tienen ningún deseo de integrarse salvo excepciones. E incluso
si desearan hacerlo serían los más difíciles de integrar, ya que su sistema de
creencias y de valores difiere totalmente del nuestro.
P. ¿Qué es lo que hace a chinos, indios u otros pueblos
no occidentales inmigrantes preferibles a los de religiones 'vigorosas y
totalitarias', como las llama usted, por ejemplo, la islámica?
R. En el libro yo hablo poco de ello y en realidad no
hago nunca consideraciones étnicas. Si las hiciera, daría igual que fueran
chinos, indios u otros. Son tan diferentes como los otros y, sin embargo, no
crean reacciones xenófobas. Se trata de un problema cultural, político y ético.
Si fuera étnico serían rechazados todos por igual. Pero el rechazo y la
reacción la genera culturalmente el islam, que es una religión pública, no
privada, una religión muy fuerte y autoafirmativa. Las religiones sincretistas
son privadas y no afectan a la cosa pública. Pero el islam, que pasa ahora con
un fuerte renacimiento, es, yo diría hoy que absolutamente, al cien por cien,
incompatible con la sociedad pluralista y abierta en Occidente. Aunque los
islamistas son muy diferentes entre sí, ellos tienen un concepto del mundo
propio que nada tiene que ver con el colectivo de individuos con una base
común, como somos las sociedades occidentales. Los principios de las dos
culturas son antagónicas y son ellos los que nos consideran a nosotros los
infieles aunque estén aquí (en Europa), no nosotros a ellos.
P. ¿Cuánto puede abrirse esta sociedad, en su opinión,
sin que esté en peligro su subsistencia por lo que usted califica de enemigos
culturales? ¿Hasta dónde se puede llegar sin hacer peligrar la cohesión y
provocar esa fragmentación que usted teme?
R. No es fragmentación, es algo mucho peor, es la
disolución balcánica de nuestras cualidades pluralistas. Lo que es muy posible.
La sociedad abierta, como contraposición a la cerrada, ya no es la que nos
conceptuaba Popper. Se trata de establecer cuán abierta puede ser una sociedad
abierta para seguir siéndolo. Se trata de poder definir el valor de la diversidad,
la solidez del pluralismo, la importancia de la tolerancia. El pluralismo tiene
una larga historia en Occidente. Comienza al final de las guerras religiosas
del XVII. Entonces comienza a cuajar el concepto de que la diversidad no es
dañina, sino un valor añadido, y a partir de ahí se desarrollan la tolerancia,
el consenso y el pluralismo, sobre estas piezas se ha de basar la sociedad
abierta para que no se colapse. Estas nociones no son infinitamente elásticas.
La apertura total que supone la entrada indiscriminada de todo aquel que quiera
hacerlo nos deja sin espacio ni para respirar, pero además supone la entrada de
fuerzas culturales ajenas y enemigas al sistema pluralista nuestro.
Hay tres criterios para establecer la supervivencia en
diversidad. El primero es la negación del dogmatismo, es decir, precisamente
todo lo contrario que predica el islam. Cualquier cosa que uno haga tiene que
ser explicada por argumentos racionales. Todo acto tiene que ser explicado. No
vale eso de que Dios lo dice, o que es así.
El segundo es que ninguna sociedad puede dejar de imponer el
principio de impedir el daño y esto supone que todas nuestras libertades
siempre acaban donde supondrían un daño o peligro de daño al prójimo.
Y el tercero y quizás más importante es el de la
reciprocidad. La reciprocidad dentro de la doctrina de la tolerancia supone que
no podemos ser tolerantes con la intolerancia. Yo soy tolerante como anfitrión,
pero tú tienes que serlo asimismo desde tu papel de huésped. La religión
católica ha sido durante mucho tiempo muy intolerante, hoy no se lo puede
permitir. Aunque muchas veces quisiera. Ya ha perdido para siempre la ocasión
de serlo. Pero el islam sigue pensando en el poder de la espada. Y la
obligación en estas religiones es distinta. A la Iglesia católica no le gusta
que se vayan sus creyentes, pero se tiene que aguantar. La islámica no te lo
permite.
P. Usted critica mucho las tendencias
multiculturalistas. Me ha recordado a Harold Bloom y a sus ataques contra ese
relativismo cultural que, según él, tanto daño ha hecho a sociedad y cultura en
EE UU y que, según usted, hace peligrar la cohesión pluralista incluso en EE
UU.
R. Sin duda. Harold Bloom, un hombre muy inteligente,
hablaba del multiculturalismo como -y yo estoy de acuerdo- una ideología. Yo lo
que digo es que el multiculturalismo en sí es una ideología perniciosa, porque
fragmenta, divide y enfrenta y lleva directamente a un proceso cuyo fin posible
es la antítesis del pluralismo.
P. Dice usted que el pluralismo ha sido un proceso
largo cuyo comienzo sitúa al final de las guerras europeas de religiones en la
Paz de Westfalia en 1648 y en el que desde entonces, pese a todos los traumas y
desastres europeos, se han ido sumando cultura y tolerancia. Viene a decir que
el pluralismo, por medio de una integración voluntaria y racional, suma
valores, mientras el multiculturalismo fracciona y fragmenta, crea pequeñas
sociedades cerradas, de necesidad identitaria en las que ya se disuelve la
premisa de que todos los ciudadanos son iguales y liquida así la ciudadanía,
balcaniza.
R. Ahí hablo de tres niveles: uno es el nivel de
creencia en que la diversidad es buena, después también está la necesidad de
una estructura plural que supone compensaciones cruzadas y afiliaciones
múltiples. Es una estructura, como dice, de sumar, sobre el principio de la
afiliación múltiple y voluntaria. Tiene que ser una sociedad en la que la
multiplicidad de compromisos niega esa autoridad a la religión, al origen y
otros factores o mitos que acaban dando a Dios una fusta dominadora
determinante.
P. Insiste usted mucho en la necesidad de la
reciprocidad entre inmigrantes y, llamémoslos huéspedes. ¿A qué se refiere?
R. Nunca he pensado en ello como eso que algunos dicen
que para abrir una mezquita en Italia hay que inaugurar una iglesia católica en
Arabia Saudí. Me refiero a algo distinto. La reciprocidad supone que, si entras
en un país que no es el tuyo y te beneficias de ello, considerando que no se te
ha obligado a acudir al mismo, entonces debes atenerte a los valores básicos de
la sociedad que te acoge. Si no lo aceptas, no es que yo te vaya a echar, pero
no te hago ciudadano con los mismos derechos de un país cuyas reglas no
aceptas.
P. ¿Dónde está la clave para esa integración y
aceptación de las reglas básicas de convivencia que le son en principio ajenas,
en su opinión, a los inmigrantes musulmanes?
R. En la escuela. Es ahí donde la segunda generación
debe completar una integración que para la primera es imposible por su
procedencia y nivel cultural. Las escuelas especiales, islámicas o de cualquier
otro tipo, sólo fomentan la resistencia a la integración y la lucha cultural
contra la sociedad de acogida.
P. ¿No pasa entonces la integración por la ciudadanía,
como tantos dicen hoy en día en la clase política?
R. No. Creo que los ciudadanistas, quienes
siguen creyendo que la integración es una cuestión de mera concesión de la
ciudadanía, están cometiendo un grave error. Los papeles no equivalen a
integración. Conceder sin más la ciudadanía a personas que en gran parte vienen
dispuestas a no integrarse y que acaban formando grupos o tribus de no
integrables, y así fácilmente grupos de presión en contra precisamente de la
sociedad abierta que aceptó acogerlos, es uno de los inmensos errores que se
están cometiendo. Esos grupos que no quieren integrarse crean compartimentos
estancos en la sociedad que rompen el principio de igualdad ante la ley que las
sociedades que vivimos en pluralismo hemos creado durante siglos. Hay culturas
que niegan los principios en los que nosotros vivimos y nosotros hemos de ser
tolerantes, como antes dije, pero sólo ante la reciprocidad de la tolerancia.
El respeto a la identidad del anfitrión debe ponerse como condición para una
integración. La alternativa es la desintegración y el conflicto de culturas.
P. ¿Y el racismo, ese término que se usa mucho como
arma arrojadiza, pero que, según usted, genera mucho más racismo como tal del
que antes había?
R. Hay mucha gente que protesta por situaciones, no por
ideología. Quien tiene una mezquita junto a su casa en Europa y se despierta a
las seis de la mañana con el grito (al rezo) del muhecín, ahora, además, con
altavoces, y lo sufre cinco o seis veces al día está molesto y harto, su casa
pierde valor y él quiere mudarse. No es un racista. Pero si protesta y cierta
gente le llama racista, acaba siendo racista por indignación. Creo que hay
mucho militante antirracista que genera mucho racismo. Y creo que mucho
político debería tener más en cuenta la ética de la responsabilidad frente a la
fácil ética de los principios. Cualquiera puede ser bueno en sus intenciones.
Pero quien no sea responsable en el ejercicio público y político, quien no
tenga en cuenta cuáles pueden ser las consecuencias de sus propias acciones, es
un irresponsable ante sus votantes, ante la sociedad entera y finalmente
también ante los propios inmigrantes.
P. Usted es un enemigo declarado de Silvio Berlusconi.
Parece ya seguro que ganará con Gianfranco Fini y Umberto Bossi para formar un
Gobierno de derechas. ¿Ve una amenaza de extrema derecha en Italia?
R. No, no se trata de la extrema derecha. El peligro
máximo es que es un solo hombre el que ostentaría el poder, el dinero y los
medios. Ya hoy Berlusconi domina el 80% de los medios de comunicación. Los
pocos, estatales, que no son suyos, están asustados, intentan ser neutrales y
guardar la ropa. Los suyos son beligerantes. Si gana, los tendrá todos y será
una tarea casi imposible desalojar a este hombre del poder. Es terrorífico. Lo
importante es ahora conseguir que Berlusconi no tenga una mayoría suficiente
para hacer reformas constitucionales. Pero lo aterrador en realidad es esa
concentración de fuerza en un hombre, en un solo hombre.
EL PENSADOR VALIENTE E INCÓMODO
Profesor emérito en la Universidad de Columbia, en Nueva
York, profesor de la Universidad de Florencia en su Italia natal, gran opinador
en L'Espresso y el Corriere della Sera, autor de algunos de los
libros clave en la ciencia política de las últimas dos décadas en todo el
mundo, como Qué es la democracia, Partidos y sistemas de partidos, Teoría
de la democracia, Ingeniería constitucional comparada y Homo
videns, Giovanni Sartori se ha volcado siempre, con la valentía que le
caracteriza y sin complejos mediocres y ansias de agradar, sobre las grandes
cuestiones que marcan la vida y el debate en las sociedades modernas.
Cómodo no ha sido nunca su pensamiento para nadie, y eso le
divierte mucho a este intelectual combativo y vital a sus 77 años. Ha escrito
algunos de los más respetados ensayos sobre cuestiones constitucionales y
problemas de la democracia, desde las amenazas distorsionantes de las diversas
leyes de repartición de las partículas de la voluntad popular en las elecciones
hasta las graves interrogantes que plantea la omnipresencia de los medios, y
los poderes que tras ellos se ocultan, en el debate político. Considera que
Silvio Berlusconi es una amenaza grotesca pero muy seria para la democracia
italiana, pero también que el pietismo católico izquierdista está generando
inmensos riesgos para el pluralismo. Cree que la ética de los principios es una
máxima en el comportamiento de la persona, pero también que la ética de la
responsabilidad debe primar en aquéllos que tienen mandato político y social y
están obligados a calcular, sopesar y prever las consecuencias de sus actos.
Considera que la sociedad pluralista puede morir de buena voluntad, falta de
sentido común y reflexión serena. Porque individualmente, dice, podemos y
debemos guiar nuestra conducta según nuestras convicciones y principios
íntimos, pero los responsables de la cosa pública han de subordinar
sus afectos a la responsabilidad de evaluar las consecuencias de sus actos para
toda la sociedad. Y esto echa en cara a los políticos de Europa y EEUU. Y lo
que le granjea las críticas, cuando no las iras, de colegas, biempensantes,
filántropos profesionales, políticos humanitaristas y colectivos occidentales
de vocación tercermundista.
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