Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
05.09.01
COLUMNA
Durban era el lugar ideal para celebrar la Conferencia
contra el Racismo de las Naciones Unidas. Suráfrica ha sido durante
generaciones el escenario de la máxima expresión de las monstruosidades y la
perversión que es capaz de generar ese virus del que habló a los participantes
Nelson Mandela y que, como dijo, ha matado más que cualquier otro virus jamás
conocido. El momento también era prometedor. Una década de genuino y magnífico
culto a la memoria y renovada lucha contra el olvido y la impunidad en tantas
partes del mundo, desde la propia Suráfrica a Polonia, desde Francia y Alemania
a Chile o Guatemala, desde Rusia a Serbia, podían dar un impulso sin
precedentes a iniciativas que propugnaran justicia e iniciativas para combatir
el abuso sistemático, los crímenes y la discriminación por motivos raciales y
fomentar una cultura global de tolerancia y control mutuo.
Por eso es especialmente lamentable que la Conferencia de
Durban se haya convertido en lo que parece ya condenada a ser hasta su
clausura. Durban pasará a las hemerotecas, que no a la historia, como un
tribunal sectario en el fondo y virulento en sus formas en contra de Israel,
por un lado, y por el otro, una ceremonia de tribalismo ahistórico, sentimental
e ineficaz que tendrá una nula repercusión sobre los problemas reales y muy
concretos del racismo, la discriminación en todo el mundo, la esclavitud en los
países subdesarrollados y el etnicismo político y la miseria y violencia que
éste genera.
La Conferencia de Durban ha sido secuestrada y estrangulada.
Los culpables del desastre son muchos. Entre ellos, por supuesto, quienes desde
un principio apostaban por el fracaso de la reunión, que eran Israel y Estados
Unidos y cuyas delegaciones abandonaron Durban el lunes. Éstas reflejaban desde
un principio, tanto por su nivel de representación como por su actitud, el
grave, creciente y peligroso aislamiento de estos dos Estados frente a la
Comunidad Internacional. La irritación y animadversión se acentúa día a día.
Los máximos dirigentes de estos dos países, la superpotencia y su protegido,
parecen creer poder imponerse en todos los frentes por presiones y fuerza pero
cada vez más por ausencia y mero desprecio. Es un craso error en el que George
Bush y Ariel Sharon parecen empeñados en perseverar. Su obcecación pasa ya
factura y no la pagarán solo los irresponsables que la promueven. Nunca en su
historia han cosechado estos dos países tanta hostilidad de sus enemigos y
tanto desafecto de sus aliados e incluso amigos. Su actitud hacen infructuosos
incluso los raudales de buena voluntad de encontrar puntos de contacto, como la
desplegada ahora en Durban por Europa o el secretario general de la ONU, Kofi
Annan. Cuando un Estado está tan sólo con su política como EE UU, debería
reflexionar sobre los posibles errores propios. Hasta George W. Bush debería
saber que el unilateralismo jamás resolvió un solo problema, ni armamentístico,
ni medioambiental ni racial, incrementa dramáticamente los riesgos de una
catástrofe incluso por malentendidos y merma también la seguridad de los
propios ciudadanos norteamericanos tanto en su territorio como en el resto del
mundo. Algún día quizás tengan que explicar Bush y Sharon a sus pueblos las
consecuencias, indeseables pero cada vez menos improbables, de sus decisiones.
Pero tenemos otros muchos culpables de que Durban no haya
sido una conferencia para elaborar políticas gubernamentales conjuntas para
combatir todos los flagelos que provocan el odio al distinto y la explotación
de seres humanos por criterios raciales. No sólo los países árabes, decididos a
convertir la reunión en un monotemático foro para sus propios intereses
antiisraelíes. Las conferencias paralelas que las Organizaciones No
Gubernamentales orquestan sistemática y paralelamente a las reuniones de
representantes de los Estados, sean de la ONU o cualquier otra organización
internacional, son ya un insulto a la democracia pero también a la
inteligencia. Cuando no imponen sus criterios a las reuniones oficiales, las
asedian o secuestran. En Durban han conseguido esto último. Hay allí
representantes de países africanos o asiáticos que albergaban un legítimo
interés en llegar a acuerdos prácticos y practicables para erradicar el esclavismo
aún existente, aumentar la conciencia de sus opiniones públicas en contra de
las leyes de castas aún practicadas y combatir las discriminaciones raciales en
sus sectores públicos o en la educación.
Se irán a casa con las manos vacías y no sólo porque EE UU
ha demostrado que cree poder vivir -en este pequeño globo terráqueo- al margen
de todos los demás sin pagar por ello precio alguno, sino porque un cada vez
mayor enjambre de ONGs occidentales de nula representatividad democrática,
aliadas con dictaduras y satrapías diversas, han decidido hacer de una reunión
destinada a buscar soluciones concretas un aquelarre para mayor gloria de sus
propias ambiciones, intenciones, intereses y obsesiones. Todo ello nada menos
que bajo la batuta de adalides de las libertades y los derechos humanos como
Fidel Castro. La infantilidad de las demandas y propuestas de estos movimientos
sería tan solo una mala broma si no fuera porque la infantilización política y
cultural de las sociedades occidentales le da pábulo. Se ha creado en los
últimos tiempos una nueva internacional de ONGs que combaten al sistema, a la
cultura y a la política que las generó y subvenciona. Se irán de Durban con
buena conciencia de la labor cumplida. Los políticos y funcionarios africanos,
asiáticos y latinoamericanos, en cambio, regresarán a casa sin un solo plan
realista para afrontar sus problemas.
Durban demuestra una vez más que los nuevos movimientos de
la reivindicación antiglobalizadora y etnicista es a un tiempo irresponsable y
totalitaria, además de antidemocrática. La mejor prueba está en el texto que
condena a Israel como responsable de un 'holocausto' y de practicar una
política 'genocida' contra los palestinos en un conflicto que no es racial,
sino territorial, y cuya comparación con el exterminio de los judíos bajo el
Tercer Reich es una absoluta obscenidad y descalifica por completo a quien lo
suscribe.
El sionismo no es racismo ni lo fue nunca. En Israel hay
racistas como lo hay en España, en Alemania, EE UU, Rusia o China. Pero el
sionismo fue desde sus inicios algo que nada tiene que ver con el siniestro
personaje que es Sharon. El sionismo fue un movimiento judío humanista que
buscaba fórmulas de subsistencia para un pueblo víctima precisamente del
racismo como ningún otro. Nadie en los dignos orígenes del sionismo pensó que
en su nombre se pudieran cometer los crímenes de Shabra y Chatila o los
actuales en Gaza o Cisjordania. Hay mucho responsable, en todo el globo, de que
la historia se torciera y Oriente Medio sea hoy un pozo negro de odio. Desde
luego, la aportación de Sharon es incalculable. Pero la equiparación de la
represión y agresión israelí con el holocausto nazi es una aberración por
muchos apóstoles que tenga en ciertos medios.
Pero la confusión va más allá en Durban. Son legión los que
parecen entusiasmados por buscar frentes bélicos para mejorar sus conciencias.
Piden indemnizaciones para descendientes de esclavos vendidos en siglos pasados
cuando la esclavitud sigue plenamente vigente en algunos países y no precisamente
occidentales. ¡Qué inteligentes prioridades las de nuestros movilizados por la
buena conciencia! ¡Lancémonos a un proceso mundial para evaluar qué tribu
vendió a qué tribu a los traficantes de esclavos, por cuántas manos pasaron
después las desgraciadas víctimas y busquemos uno a uno a los descendientes! La
historia de Kunta Kinte globalizada sería el sueño del pleno y eterno empleo y
sueldo para cooperantes y ONGs, financiados por la ONU, es decir, los estados
miembros. Pronto pedirán indemnizaciones para los muertos durante la toma de
Granada o las víctimas de Gengis Kan.
El abismo por el que se despeña en los últimos tiempos el
sentido común parece no tener fondo. Es necesario un gran pacto Norte-Sur sobre
inmigración y desarrollo y para combatir las injusticias actuales, incluidas
las raciales. Pero las demandas y propuestas desde el relativismo cultural de
pacifistas, indigenistas, paleocomunistas y adolescentes europeos y
norteamericanos, algo aburridos y, por tanto, viajeros, no son remedio para quienes
necesitan salir del pozo negro de la discriminación y la desigualdad. En Durban
existía la oportunidad de dar un paso hacia adelante. Entre la arrogancia de
dos Gobiernos y un movimiento que pide lo imposible por insensato y por interés
propio, la oportunidad se ha ido al traste.
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