Por HERMANN TERTSCH
El País, Belgrado,
19.11.2000
REPORTAJE
Belgrado ha sido durante más de diez años la gran capital de
la mentira y el odio. Kostunica parece apostar por el cambio
Un periodista de EL PAÍS, señalado en el pasado por la
propaganda del régimen de Milosevic como un "enemigo del pueblo
serbio" y vetado durante años para entrar en Yugoslavia, ha regresado
ahora favorecido por los nuevos vientos de democracia. Éste es su testimonio
sobre los cambios encontrados.
Hacía un día espléndido. El avión de Swissair procedente de
Zurich había dejado a la derecha el grandioso espectáculo de los Alpes, ya con
sus nieves frescas y aun ajenos a la inminente tragedia del funicular de
Kaprun. Había sobrevolado los montes bajos de Eslovenia y el extremo meridional
de la plataforma panónica con sus bosques radiantes en colores otoñales y sus
campos de cultivo, ondulados, con sus juegos de colores marcados por
tiralíneas, a la espera del largo sueño del invierno. Estaba aterrizando en
Belgrado, la capital de un país en el que este viajero no había podido poner
pie desde hace más de cinco años. Lo habían declarado enemigo del pueblo
serbio. No lo era del pueblo, pero daba igual. Había atacado al jefe de la
tribu y a aquéllos que lo apoyaban, que en su día fueron muchos, una mayoría
sin duda. Belgrado ha sido durante más de diez años la gran capital de la
mentira y el odio. Finalmente, las cosas han cambiado. Tarde para muchos, pero
a tiempo para que la suma de individuos que han sobrevivido y componen este
pueblo tengan oportunidad de labrarse un futuro digno.
La intoxicación ha sido durante todo este largo tiempo un
arma tan necesaria para la gran aventura criminal de Slobodan Milosevic, como
las balas que mataron a los pacientes del hospital de Vukovar, las bombas
caídas sobre Sarajevo, los cuchillos que degollaban a civiles en el valle del
Drina o los subfusiles Skorpion que lanzaban a las fosas comunes a los
albaneses de Kosovo. El gran caudillo de la nación ha organizado matanzas de
todos los pueblos vecinos pero también, desde un principio, sin mayor
escrúpulo, ha matado a hijos del suyo. En guerras, en crímenes mafiosos, en la
dinamitación del sistema de salud, en el desmoronamiento de la calidad y
esperanza de vida.
Pero el origen de todo el horror acaecido está en la
palabra. Slobo la ha dominado muy bien desde 1987 en Serbia. Y para que su
palabra mandara había que acabar con las otras. Por eso muchos periodistas han
sido asesinados, intimidados, perseguidos, comprados o vetados. Todo parece ya
parte del pasado. Todo, menos, por supuesto, las responsabilidades por estos
crímenes contra otros y contra los suyos. El veto a la palabra ha caído. Las
cosas han cambiado en Serbia.
"Dobro dosli" ("Bienvenido") reza un gran
cartel en la rampa que lleva a la sala de recogida de equipajes. Ya estaba allí
cuando muy pocos periodistas eran, no ya no bienvenidos, sino expulsados de
inmediato en los aviones en que habían llegado. La policía fronteriza
inspecciona brevemente el pasaporte español con un visado de la Embajada
yugoslava de Madrid, otorgado días antes en un insólito alarde de diligencia de
los mismos que durante años han sido fieles y celosos funcionarios del inmenso
aparato de la mentira en la calle Doctor Arce de Madrid. Recuerdan a aquella
imborrable imagen del jefe de la Securitate de Ceaucescu en Madrid, Muraru,
anunciando solemnemente a la televisión española en la calle Alfonso XIII en
vísperas de Navidad en 1989, que había liberado la Embajada de las órdenes de la
dictadura. El dictador rumano había caído dos días antes. Son los criptorresistentes.
Demócratas profundamente clandestinos cuando serlo supone
una desventaja. Genios de la ocultación que surgen cuando conviene. Como el
inolvidable Peszek, aquel jefe de la STB, policía política del régimen
comunista checoslovaco, saludando en el flamante palacio Czernin de Praga al
periodista al que hasta días antes negaba visados en Viena por sus actividades
de "anticomunista" y "agente contrarrevolucionario". Peszek
se declaró aquel día entusiasmado por la "victoria de las libertades"
al toparse con el "vil agente de la CIA" en la primera conferencia de
prensa después de la revolución de terciopelo del primer ministro de
Asuntos Exteriores de la nueva democracia checoslovaca, Jiri Dienstbier.
El ministro había pasado 20 años como carbonero en una
central térmica en represalia de los jefes de Peszek por su papel como
periodista reformista en la Primavera de Praga en 1968. Nada más caer el
régimen, Peszek se convenció de que a su nuevo ministro se le había tratado
injustamente. Y de que era un buen hombre.
Aeropuerto de Belgrado. Otoño del 2000. El policía teclea
rápidamente algo en su ordenador, mira durante un largo minuto o dos la
pantalla, y deja pasar al visitante. Los oficiales de aduanas lo miran, sonríen
y le dejan pasar. No les molesta su ordenador. Ni le piden sus
documentos. Dobro Dosli. Algo, mucho, ha cambiado ya en Serbia.
Aunque los policías, los jefes militares, los funcionarios sean los mismos.
"La hidra que era el régimen de Milosevic", dice días más tarde el
presidente Kostunica al recién llegado, "está descabezada, pero sigue
teniendo muchos tentáculos". Cierto, sin duda, pero los tentáculos ya no
luchan por la cabeza. Tan sólo por sí mismos, cada uno por su lado.
Es un día radiante y emocionante para el recién llegado. La
última vez que había estado en Belgrado le había rodeado en todo momento una
amenazante hostilidad. Las banderas, los policías, las cuatro eses del escudo
nacional, las miradas y la gente, todo es de repente distinto a como lo
recordaba. Una percepción perfectamente subjetiva, pero muy emotiva.
Como aquella llegada a Rumanía, también tras años de veto
por parte del régimen comunista, cuando periodistas improvisados de los nuevos
medios que habían recuperado la palabra tras caer Ceaucescu buscaban
entusiasmados a colegas extranjeros que hubieran sido indesirabili, indeseables,
bajo el régimen de Ceausescu.
Pero como prueba de que el pasado aun no lo es del todo y
sigue ahí, perdedor, culpable, desmemoriado ya, el recién llegado se encuentra
a Vladislav Jovanovic al que el nuevo Gobierno ha llamado a consultas. Llega
desde Nueva York donde fue embajador ante la ONU de la disminuida Yugoslavia
convertida en un Estado paria por su jefe y benefactor. Después era algo menos
que eso. Jovanovic fue en su día ministro de Asuntos Exteriores de la
Yugoslavia de Milosevic.
La obscenidad que ha desplegado siempre en la defensa del
régimen y sus peores atrocidades es proverbial. No había mentira que le produjera
el mínimo rubor. Pero además, el interlocutor de Jovanovic allí en Belgrado a
principios de noviembre, conoce a testigos que oyeron ya en 1993 o 1994 como
éste decía: "Cuando acabemos con los turcos de Alia vamos a solucionar de
una vez por todas lo de Kósovo". Los "turcos de Alía" eran los
musulmanes bosnios. La solución para Kosovo de la que hablaban iba en el mismo
sentido que la solución final que la cumbre nazi junto al lago
Wannsee en Berlín organizó para los judíos europeos. Desde luego lo intentaron.
Y Jovanovic fue el encargado de llorar desde la CNN en Nueva York contra la
"agresión asesina de la OTAN", cuando la comunidad internacional
decidió, por fin, con siete años de trágico retraso, parar los pies al asesino
más completo que ha dirigido un país europeo desde la muerte de Stalin.
Abordado junto a sus maletas, Jovanovic se muestra poco
dispuesto a hablar del pasado. Dice que es mejor entrevistar a "la gente
nueva". Lo dice como quien habla de la alternancia de tories y
laboristas en la Cámara de los Comunes en Westminster. Nosotros los lacayos de
Milosevic o esos demócratas. Todo muy natural. Se le nota que su máximo
esfuerzo desde que se subió al avión en Nueva York es creerse eso de "la
vida sigue igual". Coge la tarjeta de visita, no da la suya y dice que, si
puede, llamará al hotel para hablar con el periodista. Por supuesto, jamás
llegaría a llamar. Pero es de los que nunca tendrán problemas con su
conciencia. La reflexión, la introspección, le son ajenas. Es Joseph Goebbels
tras la derrota de 1945 pero sin la mínima intención de suicidarse. Se buscará
la vida.
No como la hija de Ratko Mladic, el gran asesino de
Srebrenica y tantos otros lugares en los Balcanes. Ella, María, la niña de sus
ojos, del papá general, se la quitó. Era estudiante en Belgrado y dicen que no
pudo soportar la repugnancia que le producía saber lo que su padre había hecho.
Mladic es, con Milosevic, uno de los primeros de la lista de criminales de
guerra perseguidos por el Tribunal de La Haya. En la lista pública. Porque en
la secreta hay muchos que no lo saben y que corren serios riesgos de ser
detenidos en cuanto aparezcan por un aeropuerto internacional que no sea el de
Belgrado. Pero hay miles que creen poder estar en la misma y que viven por ello
presos de sí mismos y de su memoria. Hasta que mueran o se entreguen.
Es sin duda un triste sino el de ser un criminal proscrito
en todo el mundo, para Milosevic, Mladic y tantos otros. Pero no son éstos los
personajes más trágicos. Mladic por ejemplo está ya en edad de jubilación y su
hija se murió de asco a él. Sus ganas de vivir no son ya las mismas que cuando
le decía a Misha Glenny, periodista entonces de la BBC en los Balcanes que se
alegraba de que finalmente hubiera aceptado desayunar con el aguardiente casero
que él hacía. "Si llega usted a rechazarme el rakia, me habría
visto obligado a pegarle cuatro tiros".
Simpático el hombre. Muy jovial el general en aquellos años
en que bombardeaba Dalmacia desde sus posiciones en Knin.
El lugarteniente de Mladic, el general Krstic, tampoco pasa
por mejores momentos. Ya ha reconocido ante el Tribunal de La Haya gran parte
de sus crímenes, entre ellos su responsabilidad en la muerte de más de 7.000
hombres, ancianos, adultos y adolescentes que capturaron las tropas serbias cuando
entraron en Srebrenica ante la absoluta pasividad de las tropas de la ONU, en
este caso holandesas, que estaban allí para defender a la población civil en
aquella zona declarada protegida por la ONU. Poco protegida resultó. Todavía
hoy se están desenterrando los huesos de todos aquellos seres inermes,
indefensos a los que Mladic dijo ante las cámaras aquello de "no os
preocupéis chicos, que no os pasará nada". En La Haya se acumulan las
pruebas inculpatorias contra ellos.
El nuevo presidente, Vojislav Kostunica, es un jurista
garantista y poco amigo de empezar todos los cambios con amenazas de aplicar la
justicia contra esa infracultura del crimen que Milosevic implantó en el
aparato del Estado y ciertos sectores sociales. Considera que tiene hoy otras prioridades
ante los ingentes problemas que se agolpan. Pero se nota que no tiene intención
de proteger a un asesino por el mero hecho de que sea serbio. Y según pasa el
tiempo, cada entrevista que da revela mayor disposición a colaborar con el
Tribunal Penal de La Haya.
En realidad este tribunal, tantas veces criticado en Serbia,
también por Kostunica, es una buena carta para las nuevas autoridades y la
propia sociedad serbia. Gracias al mismo pueden eludir conflictos y tensiones
hipotéticas durante un juicio en propio suelo, demostrar su voluntad de
integración en la comunidad internacional y evitar tener en prisiones propias a
personajes perfectamente indeseables ante los proyectos de reforma.
"Que se lo lleven a La Haya. Mientras esté aquí no
estaré tranquila", dice María en un bonito restaurante no lejos de la gran
catedral ortodoxa que por supuesto sigue sin concluirse. En cinco años no han
avanzado mucho en esta obra que intenta desde hace décadas devolver algo de
autoestima a la iglesia ortodoxa serbia en Belgrado. María fue una de esas
personas privilegiadas que, cuando se produjeron los bombardeos, pudo ponerse a
salvo con su hija en el extranjero. Ella sabe que muchos de sus amigos y
conocidos, que pasaron más de dos meses bajo la amenaza de las bombas, no se lo
perdonarán nunca. Pero a una madre le importa poco que la llamen traidora
cuando puede evitar un riesgo a su niña.
El profundo resentimiento de los belgradenses hacia la OTAN
está omnipresente y es más que lógico. Ni los enemigos más acérrimos de
Milosevic pueden justificar que caigan bombas sobre los escenarios de su
infancia y la de sus hijos. Pero ni este sentimiento tan comprensible, ni la
propaganda de Milosevic y de sus acólitos occidentales, pueden ocultar que los
hechos son tozudos y que los edificios bombardeados en Belgrado, son muy pocos
y todos objetivos claros si se excluye la Embajada china. Los serbios ya saben
que sus autoridades ocultaron a los trabajadores de la televisión el inminente
bombardeo del edificio para inmolar sus vidas a la causa del sátrapa. Los
sentimientos genuinos contra la intervención se mantendrán largo tiempo.
"Las heridas son muy recientes" dice Kostunica. Pero sanarán si no se
producen otras nuevas. La sociedad serbia tiene ante sí esa dolorosa labor de
mirar a su interior, despojarse del victimismo que todo lo justifica y buscar
las causas profundas, más allá del cuadro psicopatológico de su caudillo, que
la llevaron a romper de forma tan violenta con los pueblos del entorno y
finalmente con el mundo. No será fácil pero se intuye que la participación
activa en la caída del régimen de Milosevic ayudará a los serbios a liberarse
de la visión paranoica de la historia y del mundo que se había convertido en su
única realidad.
Momir no está en la recepción del Hotel Moscva. Murió hace
unos años. No ha podido ver esto. Quizás no le hubiera gustado. Porque era un
ferviente admirador de Milosevic y de su cruzada contra los malditos albaneses.
Era afable y cariñoso como pocos. Pero fumigar con veneno pueblos albaneses le
habría parecido una mera acción de higiene. Era el paradigma del nacionalismo
con uniforme de recepcionista. Como madres en tantos sitios desean la muerte de
los hijos de otras madres, él no veía mínimamente razonable considerar que
todos los seres humanos tienen el mismo valor. Justificaba crímenes. Y sin
embargo nadie que lo conociera habría sido capaz de decir que era malo. Sí lo
son por el contrario los efectos que tuvieron en Serbia los mensajes de otros
que, más sofisticados se supone, pasaron por Belgrado y desde su narcisismo
tímido y recóndito negaron las matanzas de Srebrenica, véase el escritor
austriaco Peter Handke que, como Celine con los nazis, prestó su talento a
causas miserables. Nadie espere una autocrítica. Tampoco son deseables. Pero quizás
sí lo fuera algún mínimo gesto que sugiera pudor.
Momir es una gran ausencia en el Moscva. Pero están todos
los demás. El histórico hotel en el que Trotsky escribió sus reportajes sobre
las guerras balcánicas, con sus maravillosas suites sobre la avenida Terrasije,
pide a gritos una reforma. Es uno de esos hoteles europeos en los que se siente
la lejana presencia de hombres y mujeres que marcaron este siglo para bien y
para mal. En el café hay como antaño muchas caras que evocan pasados, cercanos
o no. Hay una tertulia de mujeres con caras graves, hombres solitarios, viejos
dignos que parecen todos compañeros de Ivo Andric, aquel escritor, Premio
Nóbel, que recitó los sentimientos balcánicos como nadie, y adolescentes
comentándose sus más recientes emociones.
Ha sido muy dura la década. El país, Serbia, y su otrora
bulliciosa capital, Belgrado, están cansados. Ha sido mucho lo sufrido y
aguantado, muy fuerte y muy duro, durante demasiado tiempo. Se nota en las
caras. Pero hay, por primera vez en muchos años, lo percibe quien estuvo largo
tiempo ausente, esperanza. Los serbios se han sentido humillados y pocos
pueblos digieren esto peor que ellos. Pero hay indicios para pensar que la
nueva autoestima de los serbios, será una forma de apreciarse que no pase por
el desprecio o el miedo al prójimo. Salvo los mafiosos y asesinos que se habían
hecho con el país cabalgando sobre la retórica patriótica, todos parecen intuir
que hay una gran oportunidad para acabar con la pesadilla histórica del odio y
el agravio.
Ivan Vejvoda está convencido de que es así y de que se está
en el buen camino, lleno de obstáculos pero correcto en su dirección. Como
director de la Fundación Sörös en Belgrado no lo ha pasado nada bien como
"enemigo del pueblo" o "traidor" al servicio de pérfidos
intereses occidentales. Al igual que su interlocutor español, le han caído
encima todo tipo de calificativos por sus actividades supuestamente
"antiserbias". Pero a diferencia del periodista, él estaba allí y
arriesgaba la vida. En Belgrado han sido constantes en los últimos años las
desapariciones y los asesinatos, formas supremas del matonismo generalizado.
Vejvoda siempre podía haber sido el siguiente. También Velimir Curgus Kazimir,
cuyo rostro, marcado como pocos por el referido cansancio nacional, se alegra
de ver al recién llegado.
Aquel día había llamado desde Madrid una serbia entusiasmada
por el hecho de que el periodista español estuviera en Belgrado. Como dijeron
algunos amigos al recien llegado "si tú estás aquí es que realmente las cosas
han cambiado mucho". Vejvoda y Kazimir creen en esta transición. Cuando
comenzaron los bombardeos las paredes de la sede en la calle Zmaj Jovina
aparecieron llenas de cruces gamadas y las llamadas con amenazas de muerte no
cesaban. A ellos no les ha pasado lo que a Slavko Curuvija que fue abatido a
tiros ante su casa días después de que la mujer de Milosevic publicara un
artículo atacándole. Existen pruebas que demuestran que fue un íntimo
colaborador de Milosevic, el jefe de la seguridad del Estado, Rade Markovic,
quien ordenó su muerte. Markovic no quiso dimitir.
Kostunica no le da importancia. "Supone un peligro en
el cargo: no. Puede crear problemas su cese: quizás", explica el nuevo
presidente su postura. Otros no son tan condescendientes. Quieren una
depuración rápida de ese aparato tan corrupto y violento que tanto daño ha
hecho al país. En todas las transiciones hay distintas sensibilidades,
prioridades encontradas aunque los objetivos sean comunes. Habrá sin duda
problemas entre ellas. Y muchísimas trampas y obstáculos.
Pero el retorno a Belgrado, después de estos cinco años,
viendo desde la fortaleza de Kalamegdan la confluencia del Danubio con el río
Sava y de la planicie panónica con los montes que surcan la región, lugar
simbólico y espectacular de la unión de Europa con los Balcanes, uno no puede
sino agradecer poder haber visto cómo en esta región tan maltratada, perdían
esta vez los peores. El retorno a Belgrado le ha convencido al viajante de que
el retorno de Serbia a la casa común europea ha comenzado. Y le confirmaba la
íntima convicción de que la resignación es el fracaso y de que puede y tiene
que triunfar la resistencia contra el odio, la tribu y los peores instintos del
ser humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario