Por HERMANN TERTSCH
El País Viernes,
28.09.01
COLUMNA
Aceptemos como una mentira piadosa la declaración del
portavoz de la Casa Blanca, Ari Fleischer, al decir que Washington no pretende
la caída del régimen talibán en Kabul sino meramente su castigo. En ocasiones
el cargo obliga a decir cosas que uno no se atrevería a formular a poco pudor
que se desplegara. Por supuesto que Washington va a utilizar todos sus medios
para lograr lo que pretende, que es la liquidación de uno de los focos más
activos del terrorismo mundial que ha sumido a la nación norteamericana en el
trauma en que se halla. Pero esa intervención, que tendrá sus costes, humanos y
económicos ingentes, no es sino el primer paso en una larga marcha de
operaciones militares, políticas y diplomáticas contra todos aquellos países en
los que la violencia en contra de la civilización en su sentido más amplio haya
hecho pasar a un segundo plano los intereses del propio Estado nación.
Hay varios candidatos más a ser los próximos objetivos de
una autodefensa de la sociedad abierta que los años de confusión desde el final
de la guerra fría ha impedido y que comienza a cristalizar ahora con el ataque
al corazón de esa misma sociedad en Manhattan. Pero también hay muchos lugares
en el mundo en los que se abren las primeras puertas hacia soluciones de
conflictos que se han querido ignorar, como se ignoraron las amenazas que
suponían y suponen los desafíos de fanáticos cultivados en aulas del odio, en
Yedda, Kabul, Grozni o Hernani.
La terrible tragedia de las Torres Gemelas puede ser la
catarsis positiva para buen número de crisis que, desde hace años, vienen
cosechando miles de muertos sin que casi nadie se irritara. Los talibán son una
amenaza intolerable para este mundo tan pequeño. Ellos mismos y su protegido,
Osama Bin Laden, lo han demostrado. Pero también lo es Chechenia, que,
utilizada por el presidente ruso, Vladímir Putin, como gran caballo electoral
en su día, siembra a diario muertes de civiles y de jóvenes reclutas rusos. Ahora
Putin, en Berlín, ha expresado su disposición para negociar con los rebeldes
chechenos. Éstos han aceptado antes de lo que nadie podría imaginar. El trauma
de Manhattan puede traernos un cambio global en las relaciones internacionales
y de seguridad que hace aún semanas era impensable. En Chechenia, rusos y
pueblos caucásicos rebeldes tienen ahora la primera oportunidad desde Pedro el
Grande para una paz no impuesta por nadie. Moscú se sabe tan amenazada como
Estados Unidos. China asume ya que lo está. Y en Europa conocemos bien la
socialización del miedo terrorista.
Las mafias chechenas, las rusas, pero también las albanesas
en Kosovo y Macedonia, las redes del fanatismo antioccidental en Argelia o el
Kurdistán, los grupos del neosalvajismo en Indonesia o Sri Lanka, las bandas
criminales en Colombia o China, tienen ya enfrente un incipiente consenso de
los Estados que puede permitir una mayor coordinación para cegar los agujeros
negros en los que los terroristas ejercen su particular fascismo.
Manhattan puede convertirse en el símbolo de una revuelta
contra el crimen que haga el mundo más seguro. Habrá que evitar caer en la
tentación de hacerlo menos libre. Porque las libertades del XIX, la francesa,
la norteamericana, son patrimonio de la humanidad y defendidas con sangre en
muchas guerras contra enemigos similares a los actuales. Las democracias van a
estar más alerta en el futuro que en pasadas décadas en las que se había
llegado a considerar lógicas las conquistas de las sociedades libres. Pero,
además, puede ya anunciarse el fin del espejismo de la monopolaridad y la
unilateralidad, el resurgimiento de la cooperación internacional y el respeto
entre los Estados. Sólo juntos pueden contener la violencia de quienes sólo
existen en la negación del afán superior de la vida del individuo que es vivir
en libertad y con cierta opción de ser, a veces, de alguna forma, feliz.
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