Por HERMANN TERTSCH
El País Martes,
05.02.02
COLUMNA
Winston Churchill fue un hombre genial, estadista en tiempos
de crisis nunca igualado, defensor de la alianza atlántica, escudo de los
valores que hicieron aliados naturales al Viejo Continente con la Nueva
Potencia. También era un gran cínico. De ahí que, como recuerda el historiador
Paul Kennedy, cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbour, Churchill
escribiera en su diario aquella celebérrima frase de 'ahora sí que estamos ya
todos salvados'. Churchill no se alegraba de muertes norteamericanas. Pero
estaba convencido, como sucedió, de que aquella tragedia en el Pacífico,
induciría a Washington a corregir sus graves errores en la percepción de la
guerra contra el nazismo que arrasaba Europa. Renacía el atlantismo, la
solidaridad entre quienes a ambos lados del océano compartían y comparten
ciertos principios de libertad en un mundo repleto de satrapías y dictaduras.
Al presidente norteamericano, George Bush Jr., o a quienes
le escriben sus intervenciones sobre política exterior, se les atribuye una
gran debilidad por las citas de Churchill. Pero los tiempos han cambiado y el
gran abusador de referencias al viejo zorro de Marlborough está dinamitando
precisamente el legado que para la historia más apreciado le era a éste. Los
tiempos cambian. Pero hay también principios que debieran prevalecer.
Bush acaba de presentar unos presupuestos de guerra que
desafían a toda lógica. Con el incremento del 14,5% en gastos de defensa,
Washington pasará a gastar en armamento más que los dieciséis siguientes
inversores en armas de todo el mundo. En seguridad interior, casi duplica
gastos. Ahí quedan sus propósitos de 'menos Estado' que eran letanía previa a
cualquier propósito. Y ahí quedan los restos de inversión pública en sanidad,
educación e infraestructura.
Pero las decisiones de Washington no sólo tienden a la
militarización de la sociedad norteamericana y a la lógica de que el castigo es
la única arma a utilizar frente a ciertas y múltiples amenazas. También están
echando por la borda las oportunidades que la tragedia del 11 de septiembre
ofrecían al mundo libre para afrontar los riesgos en común. Roosevelt convenció
a su país, convencido a su vez por Churchill, de la necesidad de compartir
riesgos con Europa. Bush parece decidido a hacerlo todo solo, salvo algún
brindis al sol. Pero la soledad es fría incluso para los gigantes. Bush no se
ha equivocado en la guerra, pero puede llevarnos después a todos al fatal
error.
En Europa, por mucho que se favorezcan incrementos en gasto
de defensa, ningún Estado puede permitirse obscenidades presupuestarias
semejantes. Pronto, las estructuras militares de ambos lados del Atlántico
serán tan dispares que europeos y norteamericanos no podrán, aunque quieran,
actuar juntos. La angustia era perceptible en Múnich en la cumbre de defensa y
seguridad del pasado fin de semana. Y la pretensión de Washington de actuar
sólo en lo que le conviene para delegar a Europa todo el peso de operaciones de
pacificación y sus gastos es poco menos que un insulto. Los Gobiernos que lo
acepten serán devorados por sus opiniones públicas. La seguridad de Europa no
tiene garantía sin la Alianza Atlántica. Nadie sabe qué sucederá en Rusia o
Ucrania o tantos otros focos potenciales de conflicto cercanos. Pero igual que
Ariel Sharon no puede, por mucho que mate, evitar que maten a sus ciudadanos,
Bush nunca será, con este diseño de política, capaz de garantizar la seguridad
de los norteamericanos. Ni siquiera en su país. Por no hablar en el exterior.
El atlantismo era una forma de combinar conocimiento del mundo con poderío
económico y militar. Quien lo dinamite, si no lo ha hecho ya, habrá de
responder ante las víctimas de una catástrofe infinitamente mayor que la de las
Torres Gemelas.
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