Por HERMANN TERTSCH
El País Viernes,
12.11.99
TRIBUNA
Creámonos por un momento que las autoridades rusas dicen la
verdad cuando afirman tener pruebas -que nos ocultan- de que grupos terroristas
chechenos son realmente los responsables de la oleada de atentados con bomba
que tantos muertos y desolación causaron hace dos meses en Moscú y ciudades
rusas cercanas al Cáucaso. Olvidemos también por un instante las informaciones
que hablan de un encontronazo entre policías y miembros de los servicios
secretos (SFB) cuando estos últimos fueron sorprendidos colocando explosivos en
un sótano en Moscú y explicaron que estaban poniendo a prueba el nivel de
alerta por parte de la población. Incluso haciendo estos ejercicios de
ingenuidad y amnesia, resulta absurda y desproporcionada la campaña militar
lanzada hace cuatro semanas por Moscú contra Chechenia y que ya es una masiva
operación de castigo indiscriminado contra un pueblo. Arrasando ciudades no se
combate el terrorismo. Por el contrario, se forjan nuevas generaciones de
militantes del odio incondicional a Rusia. Moscú sabe que la única forma de
imponer por la fuerza el control ruso en toda Chechenia sería la deportación
masiva de la población a alguna región remota de Rusia, a la antigua usanza. Si
no se atreve a recurrir a métodos clásicos del estalinismo más brutal, Rusia
nunca dominará la región plenamente. Sus tropas podrán controlar las carreteras
principales, nudos de comunicación y ciudades, pero siempre estarán en
territorio enemigo. Siempre en guardia, no podrán hacer allí vida civil y sus
fuerzas sufrirán un permanente goteo de bajas.
Pero además de una venganza inmoral y un drama humano,
además de crimen y error político y militar, la guerra de Chechenia amenaza ya
con convertirse en la gran quiebra de la joven democracia rusa como la invasión
y la ocupación frustrada de Afganistán lo fue para el régimen soviético. Aunque
cueste alcanzar ciertas cotas de cinismo en el análisis, lo cierto es que la
descomposición moral del escenario ruso lo hace recomendable. Los atentados
terroristas fueron causa o pretexto para comenzar esta campaña, lanzar al
escenario político al primer ministro, Vladímir Putin, y concentrar a la
opinión pública en la movilización contra el odiado checheno. Así la población
pregunta menos por las tarjetas de crédito de la familia Yeltsin, por las redes
político mafiosas que se disputan o reparten los créditos del Fondo Monetario
Internacional y los monopolios regionales de bienes de primera necesidad.
La corrupción necesitaba un estado de excepción para evitar
ser fiscalizado y para compensar con escenarios de poder militar la humillación
cotidiana a que tiene sometida a la población rusa. En ausencia de grandes
retos ideológicos, la gran amenaza para la democracia en todo el mundo es, sin
duda, la corrupción. Rusia está ofreciendo un ejemplo de manual de cómo la
depravación moral en el seno de las instituciones y clases dirigentes lleva al
Estado a convertirse en un castigo para sus propias poblaciones y una amenaza
para los vecinos. No sólo para los chechenos. Las amenazas cada vez menos
veladas a Estados del Cáucaso como Georgia por su supuesta connivencia con
"los terroristas" demuestran una renovada agresividad hacia el
exterior que debiera tomarse más en serio, también en Occidente. Desestabilizar
países como Armenia, Azerbaiyán o Georgia no es una tarea difícil y es una
tentación siempre presente, más aún cuando Rusia sufre continuos reveses en su
legítima lucha por parte del gran pastel petrolífero del mar Caspio.
Grandes objetivos estratégicos nacionales y mezquinos
intereses políticos y mafiosos forman una constelación cada vez más inquietante
en la región. La cumbre de Estambul de la Organización para la Seguridad y
Cooperación en Europa (OSCE) que se celebra la próxima semana es un buen foro
para activar una política que haga ver a Rusia que su corrupción interna es ya
un problema de seguridad internacional. Por tanto, deja de ser una cuestión
interna, como tampoco lo es la muerte gratuita de miles de civiles.
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